El día del boxeador también coincide con el de los días pocos felices de Uriburu, un pequeño pueblo de La Pampa castigado por las inundaciones. Esta es la historia de Ezequiel Gómez, el pugilista que caminó y caminó entre el desastre para pelear

Ezequiel Gómez empezó a boxear hace un año y medio. Es de Uriburu, un pueblo de La Pampa que, según el último censo, tiene 964 habitantes. A los 26 años probó el boxeo en el único gimnasio del pueblo. Hasta que un día el gimnasio cerró: el entrenador, un joven de allí, decidió venirse a Buenos Aires para sumar peleas profesionales, y el gimnasio no abrió más. Ezequiel, entonces, quedó huérfano: sin gimnasio, sin entrenador, sin nada. Quería seguir boxeando. No tenía cómo.

Entonces, un conocido le dijo que en Lonquimay, una localidad a 45 kilómetros de su pueblo, a 40 minutos de viaje, había otro gimnasio. Ezequiel no tenía manera de recorrer esa distancia para pegarle a las bolsas, para subirse al ring, para ponerse los guantes. O sí: podía salir del matadero en el que trabajaba mañana y tarde, hacer dedo y esperar a que algún conductor lo levantara para arrimarlo al gimnasio.

Ezequiel adaptó esa rutina a diario con la voluntad de un convencido: todos los días salía de trabajar, se paraba al borde de la ruta, y hacía dedo hasta que algún auto lo acercaba a Lonquimay. La vuelta era más sencilla: siempre había algún compañero con auto que regresaba para la zona y lo dejaba cerca del acceso a Uriburu.

Sin embargo, a Ezequiel se le complicó la vida en los últimos meses. Primero en julio, cuando cerró el frigorífico y se quedó sin trabajo. Ezequiel está separado y es papá de un hijo de ocho años: "Es difícil conseguir un trabajo en un pueblo tan chico, ¿viste?", dice por teléfono desde Uriburu, y su tonada lo evidencia: es manso, pampeano.

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Los problemas siguieron apareciendo como una ola que arrasó con todo: la ruta 5, que une Uriburu con Lonquimay, está anegada hace 20 días. Tapada de agua, cerrada al tránsito. Ezequiel sabía que el 8 de septiembre tenía una velada, la octava en su flamante carrera en la que hila tres victorias y cuatro caídas. Pero no podía llegar al gimnasio. El impedimento, esta vez, era infranqueable. Excedía su voluntad.

No dejó de entrenar. Aunque no pudo guantear, salió a correr en la cancha del pueblo, y se armó rutinas de abdominales para mantener los 68 kilos que le exigía el combate programado en el Club Lonquimay contra un rival cuyo nombre, a pesar de que Ezequiel escarbe en su memoria, no recuerda. Ezequiel era Rocky Balboa, y Uriburu era su Filadelfia.

—Es que si uno confía, se entrena y se cuida, nadie te impide nada. Yo me sentí bien, bien, bien— dice.

Un día antes del combate, Mauricio Serrano, su entrenador, lo llamó por teléfono. Quería darle indicaciones, y no boxísticas:

—Mañana te buscás la manera de llegar hasta el cruce. Ahí va a haber un remis esperándote para venir al gimnasio— le dijo.

A Ezequiel, nuevamente, lo empujaron sus ganas. Primero consiguió un auto que lo trasladó los tres kilómetros que separan su casa del acceso al pueblo. Desde ahí, debía recorrer otros siete kilómetros hasta el cruce: los últimos cien metros de ese tramo estaban tapados de agua, completamente inundados. Y no había ningún vehículo capaz de atravesarlos. Por lo tanto, Ezequiel caminó. Caminó siete kilómetros algunas horas antes de subirse a un ring para pelear tres rounds. Caminó, y llegó a la parte inundada. Y siguió caminando: el asfalto estaba debajo de un colchón de agua, pero había un pequeño paso peatonal. Ezequiel cruzó el rubicón y del otro lado lo esperaba el remis.

La historia no puede terminar de otra manera: Ezequiel ganó el combate con un fallo dividido, a pesar de que tiró a la lona a su contrincante en el último asalto.

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—No lo pude definir—, dice con una mezcla de pena y orgullo por su victoria.

Por esa velada, Ezequiel cobró $600.

—Yo hago esto porque me gusta. Es el deporte que más me gusta— cuenta.

Cuenta, también, que le gusta el estilo del Chino Maidana.

Y que espera otra pelea para fin de año.

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