Cuando era un chico petisito con las cejas superpobladas que caminaba por las calles de la Pequeña Italia en Nueva York, Martin Scorsese sentía atracción por dos universos antagónicos: la iglesia y la mafia. Por un lado le encantaban los valores y la iconografía católica que decoraba la casa de su abuela, pero como les sucedía a muchos chicos de su vecindario también veía con asombro a los sujetos que se movían por las calles con elegancia e impunidad. Vestían bien, olían bien, y ganaban bien.
Para Marty, el hampa hacía todo lo contrario a lo que predicaban sus padres y cualquier inmigrante de clase trabajadora pero tenía mucho más éxito. No sudaban para ganarse el mango y estaban todo el día reunidos en un bar-restaurante. Su negocio era imponer temor, y solo bastaba un poco de violencia para llenar sus bolsillos. Sin embargo, la atracción por este mundo no hizo que se volviera un criminal, como tampoco se transformó en un sacerdote por su devoción. Lo cierto es que barajó las dos opciones, pero encontró que ambas cosas podían convivir en su gran pasión: el cine.
Con todas esas postales neoyorquinas de los 40 aún presentes en su cabeza, ya convertido en un predicador del Nuevo Hollywood, Scorsese plasmó Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990); una obra maestra que interpeló a la audiencia desde distintos lugares. En el filme, el director mira a los mafiosos con los mismos ojos que cuando era un chico y dispara la misma pregunta que interpelaba su fe: ¿quién llevaría adelante una vida decente cuando la inmoralidad no tiene represalias?
A fines de los 80, Scorsese había decidido que ya no filmaría películas de gánsteres. El director había explorado este mundo en algunas de sus películas más logradas como Calles Peligrosa (Mean Street, 1973) y Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), y consideraba que ya no tenía nada más que aportar. Sin embargo, empujado por algunos fracasos comerciales como El Rey de la Comedia (King of Comedy, 1982) y El Color del Dinero (The Color of the Money, 1986), tuvo que volver al género y encontró en “Wiseguy”, de Nicholas Pileggi, el material ideal.
“He estado esperando este libro toda mi vida”, dijo cuando leyó esta biografía sobre el mafioso mitad siciliano mita irlandés Henry Hill, quien posteriormente se transformó en informante de la CIA.
El libro tenía todo eso que había llamado su atención durante la infancia, pero también momentos eufóricos como los que él mismo disfrutó y padeció cuando se hizo adicto a la cocaína a mediados de los 70. Para que esta versión estereotipada de sus recuerdos y experiencias se convirtiera en una película perfecta, Marty llamó a sus amigos Robert De Niro y Joe Pesci para que interpretaran a dos mafiosos que reescribieron el arquetipo de los mafiosos. Por un lado, James Conway era un tipo cálido y ambicioso; mientras que Tommy DeVito era un cerdo delirante capaz de sacar su arma para dispararle a un mozo solo para divertirse.
Con esos dos nombres que le ofrecían garantías, Scorsese solo necesitaba encontrar al protagonista perfecto para interpretar al infame Henry Hill. Finalmente, después de someterlo a pruebas durante un año medio, confió en un casi desconocido Ray Liotta para darle vida a un personaje que narra cómo se despertó a temprana edad su fascinación por la mafia y cómo termina convirtiéndose en una pieza clave de la familia criminal Lucchese.
Tras un rodaje arduo y una postproducción meticulosa –no es un detalle menor que la película posiblemente tenga el mejor montaje de la historia-, Buenos Muchachos llegó a los cines un día como hoy hace 30 años. Para gran parte de la prensa especializada, la epopeya que marca el ascenso y la caída de Hill se transformó en la mejor película de 1990 y una de las mejores de la historia dentro de su género.
En tanto, Scorsese se dio el gusto de ser el líder de esa mafia a la que miraba con romanticismo mientras caminaba por su barrio y a la que despidió recientemente con nostalgia abrumadora en El Irlandés (The Irishman, 2019).
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