La banda volvió a tocar para un teatro repleto con la energía de los lejanos 90 y una propuesta del nuevo milenio: un show extremo, con una puesta en escena local inimitable

Lo de los portales es verídico: Los Brujos se manejan en dimensiones y establecieron en el cuadrante de Alvarez Thomas y Lacroze el punto en que no sólo ellos reaparecieron en escena tras un letargo que parecía inacabable, sino que su público también fue transportado a otro estadío. Las canciones del siglo pasado fueron el señuelo para quienes no querían reconocer en las nuevas el embrujo de estos hechiceros que tienen su poder intacto.


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El comienzo fue contundente: Los Brujos que resistieron el paso intraportales de un milenio al otro formaron un aquelarre perfecto con las túnicas negras que los (en) volvía malditos en un trance de loops, ni bien se abrió el telón.

Punto para Vero Ivaldi, la vestuarista histórica, que logró con el primero de los atuendos una síntesis fundamental para la escena de la banda. El otro punto alto fue para los cetros que empuñaron en cada acto -si es que así estuvo planteado el show-, que además de luces guardaban un secreto fundamental: gracias a la intervención del photosinzer generaban sus propios sonidos en un show de comienzo puntual y final inflexible antes de la medianoche.

Si algo quedaba claro desde su vuelta era que no serían su propia parodia, y en el teatro de Colegiales lo confirmaron. No se repetirían, ni aunque en el repertorio incluyeran temas de "Fin de semana Salvaje", "San Cirpriano" o "Guerra de Nervios". Pero hubo guiños -tal vez impensados y nunca ensayados- que permitieron encontrarse en el gimnasio del Palotti de Turdera -de etapa fundacional a la que a esta altura ya "asistieron" decenas de miles de espectadores- porque aunque no hacía falta que las voces que hacen una –la que sale de la garganta de Los Brujos- lucharan por separarse definitivamente de aquella órbita de los míticos gemelos siameses: se los podía adivinar entramados en un mismo cable imaginario de micrófonos (un cordón umbilical, acaso) que los volvía a limitar espacialmente sin que uno pudiese desprenderse del otro.

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El segmento de las escafandras espaciales que recortaban el rostro de Gagarin cosmonauta -con la inclinación perfecta y el ángulo correcto para que desde la arena se viera como si estuviesen puestas-, encerró consigo un espacio intangible en que "Pong!" -el último disco-, podía conjugarse con piezas de los anteriores como si no existiese ese lapso de ausencia. La voz deforme de nuevos personajes enteramente blancos que ahora ganaban la escena, de rostro iluminado y cercado por una máscara, fueron la recreación visual de un mundo pensado sin restricciones creativas que maquillaron lo que hubiese podido ser un intervalo. Tanto lo lograron, que no se puede contar como tal el remolino indescriptible de "Tónico para soñar I, II y III" y el viaje que cobró "Sasquatch".

El silencio le dio espacio a un público que en gran medida se reencontró con sí mismo, con huellas propias que consiguió recobrar con ritmo y viajes en el tiempo. Justo cuando la masa se comportó fuera de la sincronía histórica entre un lado y otro del escenario y entonó un cantito de cancha para realzar la fidelidad, un tema nuevo bajó como un rayo y con el mejor anclaje posible: "Te estás portando como un Rolling Stone", fue la sentencia casual desde arriba del escenario.

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Creativamente intactos, demostrando en cada arreglo y presencia escénica que pueden dar mucho más que cualquiera que actualmente se muestre como mascarón de proa, Los Brujos volvieron después que el poder de las bengalas marcaran cuánto había dejado de suceder arriba del escenario para que tomaran protagonismo los que estaban del otro lado, sin instrumentos. Despojados de esa culpa, Los Brujos terminaron los bises con un tema representativo de cada disco -claro, sonó "Kanishka"- y en la pantalla dejaron que las llamas consumieran los sombreros cónicos con los que volvieron al presente. Con mucha inteligencia, el fuego que desde hace más de una década es tabú para el rock, fue un recurso artístico para que tuvieran su merecida hoguera. Lo que arde, en este caso, reduce a brasas el silencio de muchos años sin brujerías.


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