Cientos de personas se acercaron al Patrimonio Cultural de la Municipalidad de Avellaneda para darle el último adiós a su ídolo. Crónica de una jornada repleta de abrazos y un único momento de tensión

Son las tres de la mañana y los parlantes suenan al máximo. En medio de la Avenida Mitre, en Avellaneda, más de quinientas personas, que son más porque rotan constantemente, cortaron la calle y bailan, aplauden y cantan. Se desesperan cuando el estribillo finalmente llega. “Iluminará, iluminará, iluminará La Nueva, iluminará”, gritan. Esta es la manera que eligieron para despedir a Marcelo González, aunque para ellos fue, es y será “El Chino” de La Nueva Luna.

“¿Que me dejó La Nueva? Una amistad entre todos los que estamos acá”, dice Alan. Mide casi un metro ochenta, tiene puesta la remera de la Selección y lleva una bandera de los “Lunáticos de Claypole”. No llora, ríe y abraza a los dos amigos con los que fue al funeral de su ídolo. Uno de sus acompañantes es pelado, ya pisa los cuarenta años y tiene una cerveza en su mano derecha. La toma de a tragos chiquitos, pero continuos.

—Yo los sigo desde Fantástico, desde Jesse James -interrumpe-; eran increíbles. Esta es la banda de mi vida. Perdí un laburo por ellos. No me querían cambiar el horario para ir a un recital y bueno, me escapé— cuenta mientras pasa la lata.

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La vigilia frente al Patrimonio Cultural de la Municipalidad de Avellaneda empezó a las nueve de la noche y terminó a las nueve de la mañana. Más de cinco micros repletos de personas se acercaron para despedir al ídolo. Merlo, San Miguel y Moreno, los principales puntos de partida. En la noche no hubo silencios. Con risas y abrazos, cada uno de los fanáticos intentó mostrar su alegre homenaje. "Son los Redondos de la Cumbia", dijo el productor Pablo Serantoni al ver la cantidad de gente que se acercó. La simbiosis entre la banda y los "lunáticos" que lo siguen reafirma esa idea. La Nueva Luna es el único grupo que tiene dos canciones dedicadas a su público. No existe otro.

Y su gente lo tiene claro. Por eso, frente a la entrada de la sede de la Municipalidad cinco hinchas de Almirante Brown se pasaban de mano en mano una jarra de fernet mientras recordaban los lugares a los que fueron por el grupo. Antes de seguir con el baile en medio de la avenida, Gustavo, Ariel, Cristian, Patricia y Roque se toman un segundo para responder la consulta sobre por qué viajaron desde Isidro Casanova hasta Avellaneda. Les cuesta formular una respuesta. Se muerden los labios, miran para el costado hasta que uno se anima a dar el primer paso. “Porque es un sentimiento nacional. Esto es una familia. Nos acompañaba y siempre se acercó a nosotros”. El resto asiente y muestra una sonrisa nostálgica pero que quiere ser alegre.

—Además, a nosotros nos conocía. Siempre saludaba desde el escenario a los chicos de “bron”, y esos somos nosotros— se agrandan y, claro, largan la risa.

La celebración al ídolo se resquebrajó en un solo momento. La música se apagó cuando el hijo que tuvo con su ex esposa quiso entrar junto a su madre a despedir a su papá. No se lo permitieron. Cinco guardias lo frenaron y le cerraron la puerta en la cara. En la calle, consternados, los gritos se empezaron a multiplicar.

En esos veinte minutos de tensión, el hijo del cantante primero pidió por favor, después se enojó, insultó, gritó, lloró y, en un intento desesperado, hasta intentó entrar por la ventana. No pudo. Una señora de unos cincuenta años lo abrazó, le llevó un pañuelo y lo besó en la mejilla.

A unos metros de la escena otra mujer observa lo que pasa. Está petrificada, no se acercó al lugar pero mira todo con ganas de acercarse. “Muñe” tiene puesto un jean y una remera blanca. Los ojos pintados de celeste y una tristeza que se le nota al hablar. Fue con Daiana, una amiga, que agrega: “Es la primera vez que la veo llorar”. Es madre soltera, cuida a sus dos hijos, trabaja y escucha La Nueva Luna desde que se levanta hasta que se acuesta.

Saca su celular, tarda veinte segundos en buscar el tema que le gusta y pone play: “Y me siento solo con mi voz, no descubro cómo sucedió, perder tu amor. Todo lo que nunca más vere, como se me anuda el corazón”. A pesar de la fuerza que hace para que no se note, una lágrima lenta empieza a caer por la mejilla, pero no llega al piso porque en un movimiento casi infantil alcanza a secársela.

La madrugada continuó, el funeral se convirtió en una respetuosa fiesta nostálgica entre amigos y conocidos. Desde los parlantes de los autos, hubo una canción que se convirtió en el himno de los desolados. “No llores, la vida aquí no termina, alza tu frente y camina. Ya vendrán tiempos mejores”, cantaban.

Ultimo adios al Chino de La Nueva Luna

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