Si Boca supera en cuartos de final a Liga Universitaria de Quito en la segunda quincena de agosto y River a Cerro Porteño, a finales de septiembre y en el arranque de octubre tendrían que enfrentarse por una de las semifinales de la Copa Libertadores, reinstalando los fantasmas y el morbo futbolístico que en el ambiente del fútbol argentino suelen ser moneda corriente.
Las preguntas, en principio, son dos. La primera: si River pudiera elegir un rival, ¿elegiría a Boca para jugar esa instancia? No. La segunda: si Boca pudiera elegir un rival, ¿elegiría a River para jugar esa instancia? El no en este caso se queda corto. Hoy Boca, le teme a River como no le temió jamás a lo largo de la historia.
No es que River es por lejos mejor equipo que Boca. Pero la historia reciente (desde que Marcelo Gallardo asumió como técnico en julio de 2014) le da a River ventajas muy apreciables que bajo ninguna circunstancia pueden subestimarse. Y de hecho no se subestiman.
En cruces decisivos, River eliminó a Boca en semifinal de la Copa Sudamericana 2014. Al año siguiente, el episodio del gas pimienta le permitió a River dejar a Boca por el camino en octavos de la Copa Libertadores. En 2018, River venció en la final a Boca por la Supercopa Argentina. Y en diciembre del mismo año, River derrotó a Boca en Madrid por la final de la Copa Libertadores.
Estos cuatro antecedentes no son gratuitos ni se agotan en la anécdota o en el folklore más o menos ingenioso de los hinchas. Tienen un peso y un efecto imposible de desestimar para cualquiera que frecuente el fútbol. Son episodios muy significativos que dejan huellas perdurables y cicatrices a flor de piel.
Boca padece a River, a pesar de los negadores seriales que están en todas partes. Padece ese aire evidente de superioridad simbólica y real de su adversario que parece asfixiarlo. Es cierto, seguramente los jugadores, el entrenador Gustavo Alfaro y la dirigencia tutelada por Daniel Angelici (ya con un pie y medio afuera de Boca, considerando que su mandato finaliza en cinco meses), dirán que nada de lo que ocurrió podría volver a ocurrir. Son palabras en el viento. Forman parte del autoaliento. De la vieja estrategia de darse manija, sobreactuando que acá está todo perfecto.
Desconocer en el fútbol y fuera de las fronteras del fútbol la influencia de los factores anímicos en las conductas y rendimientos de los hombres y mujeres es ignorar, poco menos, que la dimensión de la condición humana.
“Nos costó recuperarnos”, afirmó hace unos días Darío Benedetto, despidiéndose de Boca, en relación a la caída ante River en Madrid. Habló Benedetto de una etapa superada. ¿Qué otra cosa podía comentar? ¿Qué la herida seguía abierta? ¿Qué River es una espina clavada en el alma y el corazón xeneize? ¿Qué continúa presente el dolor y la impotencia por el recuerdo de ese partido en el Santiago Bernabeu? Más bien que no. Estaba obligado a sembrar otras expectativas y promover que la recuperación se ya se había hecho efectiva. Mentiras piadosas del fútbol, en definitiva.
Este River que el Muñeco Gallardo dirige hace un lustro, sin dudas quedará prendido en la memoria colectiva de unos y otros como la expresión más rotunda de un ciclo que modificó el rumbo de la historia. Porque antes de este cismo que viene sufriendo Boca desde la segunda mitad de 2014, era Boca el que tenía la sartén por el mango. Y River corría detrás de la paternidad invocada por la liturgia boquense, revelada especialmente en la década del 60 y 70, cuando Boca le sopló algunos campeonatos y le ganó la final del torneo Nacional de 1976, con aquel recordadísimo gol de tiro libre del Chapa Suñe que sorprendió al Pato Fillol.
Era Boca el que se proclamaba el virtual liquidador de River. El que gozaba a River. El que vociferaba la laxitud espiritual de River, condenándolo a ser una gallina eterna. Pero esa eternidad comenzó a estrellarse. Y el tajo de la Sudamericana 2014 con ese gol decisivo en semifinales de Leonardo Pisculichi frente a Boca en el Monumental, abrió otros surcos. Otros perfiles. Y otros recorridos.
Boca sintió el impacto. Y en cada cruce posterior a todo o nada, lo comenzaron a acosar los fantasmas que antes visitaban a River. Fantasmas de la frustración inminente. Fantasmas que juegan en la subjetividad de los protagonistas y de los hinchas. Son los factores psicológicos metiendo sus fichas. Para un lado y para el otro.
No es que Boca salía a jugarle a River con la cabeza quemada. Pero nadie piensa igual cuando llega acompañado por una serie de triunfos o por una serie de derrotas. Esta diferencia sustantiva se nota antes y durante los desarrollos de los partidos. Son pequeñas señales que se multiplican a favor o en contra.
Y a Boca hoy, frente a River, esas señales no le son favorables. Por el contrario. Son negativas. Por eso va a padecer si en el horizonte de la Libertadores nuevamente le aparece River en semifinales.
River no festejaría esta posibilidad, aún con viento a favor. Pero debe sentir (porque estas cosas se sienten) que hay algo en particular que lo distingue y que su adversario no tiene. Boca debe sentir (porque estas cosas también se sienten) que volver a perder ante River desataría otra perturbadora caza de brujas de magnitudes desconocidas. Ninguno de los dos se equivoca.
Es verdad, ambos están embarcados en los cuartos de final. Boca con Liga Universitaria de Quito. River con Cerro Porteño. Enfocarse en el momento es lo más recomendable. Pero la realidad es que Boca y River ya palpitan desenlaces. Allí están las urgencias, los temores y los fantasmas nunca ausentes que River conoció. Ahora los conoce Boca