De regreso en la Argentina, de vacaciones, el delantero Lucas Alario, hoy en el Bayer Leverkusen, después de su salida fulminante y conflictiva de River en agosto pasado, expresó en los últimos días ante la prensa su fastidio e incomodidad por algunas observaciones críticas que acompañaron su pase al club alemán. Comentó Alario: “Yo me fijo solamente en mí. No me importa lo que se diga en las redes. Yo sé lo que hago y lo que no hago. No robé ni le debo nada a nadie”.
Ese puñado de palabras urgentes que pronunció Alario pecaron entre otras cosas de un individualismo feroz. El penoso y reivindicado lugar común de plantear que “no le debo nada a nadie”, en realidad revela el contenido de un pensamiento que trasciende al fútbol y que abarca a todas las áreas de la sociedad contemporánea.
Porque todos o casi todos sabemos que le debemos algo a alguien. Y todos nos deben algo. No necesariamente dinero, pergaminos o bienes materiales de distinto calibre y valor. Nos relacionamos con los otros en la búsqueda existencial de un intercambio permanente que nos precipite a cierto bienestar emocional. Por eso cuando Alario afirma convencido que “yo me fijo solamente en mí”, parece observar y definir un fragmento muy pequeño del amplio paisaje que tiene por delante. El paisaje que excede al fútbol.
Esa mirada enamorada del ombligo propio denuncia egoísmos muy naturalizados por la sociedad de consumo. Egoísmos, en general, bien vistos y muy bien considerados por el estabishment. En todo caso, Alario, los puso en primer plano sin ambigüedades. Y sin sutilezas de ningún tipo.
En el plano especifico de su desarrollo futbolístico, que un goleador sentencie que no le debe “nada a nadie”, no deja de ser una opción siempre falsa y reduccionista. Nadie se autoabastece todo el tiempo, más allá de las distintas calidades y cualidades individuales. Todos precisan de aportes ajenos para crecer. Hasta los mejores jugadores del mundo precisaron de compañías que interpretaran su talento. Lo que el Flaco Menotti identificó hace ya varias décadas como “los talentos complementarios”.
Alario, con su mayor o menor eficacia goleadora, no ganó él solo lo que River ganó durante las dos temporadas en que él vistió la camiseta riverplatense. Fue uno entre tantos otros. Y no fue precisamente una remake de Enzo Francescoli o del Burrito Ortega, aunque los dos goles que conquistó (uno ante Guaraní en la semifinal y el otro en la final a Tigres) le hayan servido para consagrar campeón de la Copa Libertadores 2015 al equipo conducido por Marcelo Gallardo.
Esto no significa que Alario esté capturado de manera inexorable por los malos instintos. Significa que está subordinado e influido por ciertos microclimas que alientan la confusión. Y que lo empujan a pensar que no le debe “nada a nadie”.
A propósito de estos episodios, recordamos lo que sostenía el entrañable Roberto Perfumo casi a modo de síntesis: “El fútbol es el gran alcahuete de la aldea global”. Nunca más certera aquella observación del inolvidable Mariscal para entender algunos fenómenos del presente. Y que también se asoman al futuro.
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