Es una tragedia. Pero parece una farsa. O un drama reconvertido en ficción. Mané, a 34 años de su muerte, volvió a gambetear. Otra vez. Volvió a meter un freno y un amague, desparramar por el piso a los ángeles del escepticismo y la incredulidad y su cuerpo leve se evaporó como se evaporan los duendes en las noches urgentes. En los últimos días ese cuerpo leve de Mané que tenía que estar en un lugar y un espacio físico determinado, no fue hallado. Y nadie sabe dónde está.
La historia oficial confirma que se había decretado la muerte de Garrincha el 20 de enero de 1983 en Rio de Janeiro a los 49 años como consecuencia de una vida similar a la que vivió aquel personaje de Vadinho (lo encarnó el fallecido José Wilker) en la estupenda película brasileña de 1976, “Doña Flor y sus dos maridos”, también protagonizada por la belleza al natural de Sonia Braga, con música de Chico Buarque y voz de Simone.
Garrincha era Vadinho en la exaltación poética de casi todos los excesos deseados y no deseados que la vida nos pone arriba de la mesa para que cada uno se sirva lo que más quiere. Fue alcohólico irrecuperable, mujeriego sin pausas, visitante ilustre de todas las noches y todos los amaneceres, amante de quien se dejara amar, celebrador de cualquier celebración, desprendido hasta el delirio y siempre muy dispuesto al encuentro compartido con una cerveza o una cachaza o aguardiente de por medio.
A diferencia de aquel Vadinho tan lírico, romántico, versátil como despojado e irreverente, Mané Garrincha jugaba al fútbol como los dioses. Hasta podría decirse sin caer en la desmesura que nadie jugó como él. Que nadie lo interpretó con la libertad absoluta que lo interpretó él. Que nadie bailó en la cancha como él. Bailó sobre la pelota y bailó a los marcadores que quedaban borrachos y avergonzados en la alfombra verde.
En esa mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus que la inspiración de Horacio Ferrer tradujo en la “Balada para un loco” en comunión con Astor Piazzolla, Mané perfilado como puntero derecho del Botafogo y de la selección brasileña campeona del mundo en Suecia 58 y Chile 62 (también jugó en Inglaterra 66), quizás fue la síntesis más perfecta y acabada del fútbol transformado en un rito festivo. Fútbol igual a fiesta. Fútbol para despertar admiración y sonrisas.
Por esa ruta transitó su elocuencia genial para comunicar su arte intransferible. Ni Pelé en su máxima expresión acarició una creatividad tan bella y tan salvaje como la que expresó Mané. Seguramente por eso y por otras cosas más terrenales, Pelé no alcanzó en el Brasil profundo el reconocimiento y la idolatría de la que gozó Mané en los sectores más populares y más postergados. Pelé se fue distanciando del pueblo. Mané siempre formó parte.
Es cierto, para la comunidad mundial del fútbol los cuatro reyes, sin necesidad de rankearlos, son Pelé, Maradona, Cruyff y Di Stéfano. El quinto hombre de oro podría ser Messi, aunque su biografía todavía está incompleta. En esta lista siempre inconclusa, Garrincha no aparece. Y no va a aparecer aunque todo se ponga en duda.
No interesa demasiado. Lo que más interesa es lo que permanece. Como Pelé, Maradona, Cruyff y Di Stéfano, más la muy probable visita de Messi. Pero Garrincha reveló en su recorrido tumultuoso por la vida, más que ningún otro, el derrotero del hombre que aún ganando todo se sabe que va a perder todo. Porque se sabía. Lo anticipaba. Se veía hasta en sus sombras.
Y va a perder todo allí en la cima. En la cumbre de las cumbres que preanuncian otros desenlaces. Ese descenso del hombre imperfecto hasta la exasperación es también la magia imperfecta que encierra la figura colosal de Mané. Un jugador que excedía el rol clásico de un jugador. Un wing que rompió en mil pedazos la definición de un wing. Un hombre naif (lo era ciertamente) que sin saberlo reivindicaba el universo de las inocencias. Y las revindicaba dentro y fuera de las canchas. Aunque en la cancha era un demonio entrañable.
Fue el pasajero de una aventura irrepetible. Y el protagonista de un sueño imposible que siempre se renueva. Verlo ahí, vestido como jugador del Scratch en su última aparición pública, sentado, casi inmóvil y con una sonrisa artificial defendiendo los colores verde y rosa de Mangueira en los carnavales de Río de Janeiro el domingo 17 de febrero de 1980, mientras el samba enredo “Coisas nossas” explotaba en Marqués de Sapucaí, fueron las dolorosas imágenes del naufragio inevitable. De la soledad. Y del existencialismo más cruel.
Tres años después, sin golpes de efecto ni cosmética marquetinera, Mané se despedía. A 34 años de aquella despedida que tuvo una escala en el viejo y legendario Maracaná cuando una multitud lo acompañó para eternizarlo, ahora se descubre que a Garrincha se lo tragó la noche.
El hombre de cuerpo leve no está donde debería estar. Alguien se lo apropió. O muchos pretendieron hacerlo como pasó antes con Evita. O con el Che. La tragedia consumada. La historia, como sostenía Karl Marx, suele repetirse primero como tragedia y después como farsa.
Mané Garrincha supera cualquier encuadre. Y cualquier definición. Y hasta es capaz de gambetear el rictus eterno de la muerte.