Es cierto, el VAR (video, asistente, referí) llegó al fútbol para quedarse. Y se va a quedar. ¿Pero su teórica utilidad está garantizada? No, para nada. Al contrario: de garantías, ni hablar. El VAR, en sus pocos meses de vida, ya está demasiado sospechado como para elogiarlo. O manchado directamente.
Los que reivindican su presencia, como el entrenador Ariel Holan, por ejemplo, entre tantos otros defensores de su aplicación, repiten que le sirve al tenis, al rugby, al hockey y que no habría que negarle su influencia positiva en el fútbol.
Para empezar, ninguna actividad deportiva es igual a otra actividad deportiva. Cada una tiene sus reglas, su propia naturaleza, sus códigos (nuevos y viejos) y su folklore. El fútbol es fútbol. No es tenis, hockey o rugby. Por eso no pueden existir comparaciones ligeras y superficiales que intenten agotar cualquier discusión o planteo.
Por otra parte, el VAR, con sus resoluciones y sus silencios indebidos (el penalazo de Javier Pinola a Martín Benitez en los cuartos de final de la Copa Libertadores que enfrentó a River con Independiente quedará como un caso testigo de la estafa futbolística), viene dando muestras evidentes y muy significativas de que su funcionamiento está completamente alejado de la virtud. Alcanzaría con repasar varios partidos en las competencias internaciones del fútbol sudamericano cuando el VAR se reveló como un organismo muy sensible y funcional a la sospecha y la manipulación.
¿Qué se sabe del VAR? Prácticamente nada. No están claras ni sus funciones ni cuando tiene que intervenir o dejar de intervenir. Este nivel de indefinición programática del VAR no le permite denunciar ningún rasgo de ecuanimidad. Porque a veces actúa. Y a veces se borra. A veces revisa. Y a veces se niega a hacerlo. Como si atendiera los microclimas específicos de cada partido. O mucho peor aún: como si leyera las circunstancias, los contextos y el peso de las camisetas.
Por eso, lo que en principio habrá nacido para colaborar con la compleja labor que afrontan los árbitros, se fue transformando en muy poco tiempo en una herramienta de doble filo. En una herramienta peligrosa que atrapa más insolvencias y errores que fortalezas y aciertos. Que no ayuda siempre a los árbitros. Y acá hay un punto central: si no los ayuda siempre, se verifica su falla de origen. Porque el VAR selecciona, edita, elige. Y en esa selección, edición y elección, tampoco está entregando veredictos inapelables. Se equivoca. No una vez. Demasiadas veces en jugadas que no son de apreciación. En jugadas que estallan a la vista de cualquiera que frecuente el fútbol.
Si el VAR, con sus protagonistas casi abstractos, está en pleno proceso de experimentación, lo mejor es que esa etapa de ajuste y aprendizaje no se cumpla de manera efectiva en los partidos. Porque el fútbol no puede estar sujeto al camino de la prueba y el error para ir encontrando su mejor puesta a punto. Ni debe ser una especie de tubo de ensayo mientras se desarrollan las competencias.
Que durante el Mundial de Rusia 2018 el aporte del VAR haya sido en líneas generales positivo, no desplaza ni asfixia ninguna crítica a su funcionamiento. El fútbol no enriqueció su transparencia con la irrupción del VAR. Si este era el propósito intelectual del proyecto, existió un grave error de cálculo.
Las claudicaciones del VAR no se pueden ocultar en nombre de la modernidad que el fútbol quiere abrazar. El Boca-River del próximo sábado y el River-Boca del sábado 24 de noviembre en el marco de la final de la Copa Libertadores, no tendrían que subordinarse a la ruleta esquizofrénica del VAR, todavía muy falible y vulnerable en su aplicación.
Con los pésimos arbitrajes que viene descubriendo la Copa ya es suficiente como para incorporar otro elemento que debilite aún más la vapuleada credibilidad del sistema