María Elena Walsh no sabía quién era José Sand cuando compuso "La Cigarra" porque el correntino ni siquiera había nacido. La cantautora, en esa canción que el tiempo hizo himno, decía: "Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí resucitando". A Sand lo mataron tantas veces. Lo mataron, primero, cuando apareció en River. Era el máximo goleador de la historia de los juveniles del club. Su desembarco en Primera prometía ráfagas de goles. Pero Sand nunca sopló. No tuvo continuidad, no demostró jerarquía. La pasó mal. Y se fue.
Sand, así, empezó una peregrinación en el fútbol argentino en busca de la tierra prometida. Primero Banfield, después Colón, y lentamente todo mejoraba: empezó a convertir con una frecuencia digna, y construyó su reputación como obrero del gol. Sand siempre fue eso: un futbolista con la sabiduría de un lobo viejo capaz de capitalizar cualquier pelota dormida en el área. Esa faceta lo llevó a Lanús. Ramón Cabrero, en 2007, quería eso: un asesino del gol, un hombre capaz de encontrar la alquimia cerca del arco.
Su búsqueda podría haber terminado ahí. Sand fue el goleador del campeonato en el Apertura 2007, cuando el Granate ganó su primer torneo local. Cabrero armó un equipo pensado para alimentar la furia de Sand, capaz generarle tantas posibilidades como el delantero quisiera. Allí revivió por primera vez: aquella versión apática que había surgido en River parecía parte de un pasado enterrado. Fueron 83 partidos y 59 goles, y el correntino, entonces, se posicionó como un atacante temible. El correntino se hizo ídolo por primera vez. Lanús era su lugar en el mundo.
Después tuvo que elegir, y eligió la plata: Sand se fue a Arabia para hacer una diferencia económica que, de momento, no había hecho. Jugó dos años en Al-Ain: ¿cómo se vuelve después de dos temporadas en tierras donde el fútbol es el entretenimiento de algunos pocos poderosos? A él le costó regresar. Pasó a Deportivo La Coruña, en España, y jugó poco y festejó nada. Estuvo en Tijuana de México, y algo repuntó, porque Racing lo fue a buscar para paliar la anemia ofensiva.
"Llego en la edad ideal", dijo al firmar su contrato. Tenía 31 años y una experiencia considerable. Mostró su mejor versión al convertir dos goles en un clásico contra Independiente. Lo acusaban de estar gordo y lento: en realidad, no lo entendían. En esos festejos, se sacó la camiseta: estaba marcado, con un físico privilegiado. Esos fueron sus únicos tantos en Racing. Se fue —otra vez— por la puerta de atrás. Olvidado.
Y parecía estar claro: Sand era un producto viejo, agotado. La cáscara de una naranja tan exprimida que solo podía ir al tacho de basura. Ese fue el inicio de la segunda peregrinación de Sand: 14 partidos y un gol en Tigre, siete partidos y nada en Argentinos Juniors, cuatro gritos en 16 juegos en Boca Unidos, el equipo de su ciudad natal, y nueve en 27 en Aldosivi. En Mar del Plata se reinventó. Estaba más grande, pero más sabio. Sabía qué podía hacer y qué no, en dónde podía sacar ventaja y dónde la daba.
Así, entonces, retornó a Lanús. Y en Lanús lo recibieron como se reciben a los ídolos: con cariño, con amor, sin desconfianza.
Sand resucitó por segunda vez con Jorge Almirón. Ahora otra vez es un delantero del terror. Es el referente que les grita a sus compañeros que "no se manden cagadas" cuando están construyendo la historia, y es el ídolo capaz de revertir una serie que parecía acabada. Sand sabe lo que es estar acabado. Y sabe volver del final. Así volvió Lanús del infierno al que lo había sometido River. Sand lo sacó de ahí.