La búsqueda de la trascendencia como entrenador de Boca lo encontró con argumentos y contenidos futbolísticos muy precarios para conquistar la Copa Libertadores, dejando al desnudo su perfil conservador y sus debilidades para armar un equipo que expresara un buen fútbol

A Gustavo Alfaro siempre le encantó ubicarse en el rol de víctima. Lo hacía antes. Incluso en sus buenos tiempos en Arsenal, cuando la AFA y el club de Sarandí era manejado con absoluta discrecionalidad por Julio Humberto Grondona. Lo hizo después. Y lo hace ahora.

Esa estrategia de permanente victimización a la que apela Alfaro lo vincula a la categoría de entrenadores reconocidos por el ambiente del fútbol y muy sensibles y reactivos a que la prensa los interpele y los critique.

Llegó a Boca en los primeros días de enero del corriente año después de dejar en banda a Huracán de la noche a la mañana, corriendo detrás de una zanahoria para conquistar la séptima Copa Libertadores e igualar a Independiente. Como resultadista que es, habría que señalar que por lo menos en el 2019 fracasó. No porque nosotros consideremos que arribar a una semifinal de Copa Libertadores se encuadre en un fracaso. No lo es. Pero para la mirada de un resultadista convencido, no coronar es un fracaso.

El problema central de Boca no fue cruzarse otra vez con River, al que en décadas pasadas sometía y satirizaba dentro y fuera de la cancha. El problema de Boca es que en el 2019 no se sabe a qué quiso jugar. Ni Alfaro lo debe saber. Y los jugadores, menos. El equipo que de ahora en adelante sufrirá recortes y podas muy significativos (la diáspora en la derrota es inevitable), nunca logró afirmarse en una línea, en un estilo y en un funcionamiento, más allá de que los porcentajes de puntos en lo que restaba jugarse de la Superliga pasada y en la presente son favorables.

Los cantos de sirena de la prensa adicta que venían acompañando a Alfaro hasta las últimas semanas en que se desmoronó una puesta en escena mediocre, en los días amables hacían foco en la solvencia defensiva de Boca y en una estructura colectiva que según esos pareceres, ya se encontraba consolidada. El error de apreciación fue notable.

Hasta tal punto el panorama se pintaba con las mejores tonalidades que se lo comparó con aquellos equipos multicampeones de Boca que dirigió Carlos Bianchi. Tanta indulgencia y franela organizada se orientaba en resaltar las aparentes virtudes de Alfaro como un conductor muy virtuoso que sÓlo los negadores no valoraban ni entendían.

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El anuncio de Gustavo Alfaro aceleró los tiempos cuando no era necesario

Ese tinglado falso, en lo que va de octubre se precipitó a tierra porque las fortalezas anunciadas no existían. No es que a Alfaro le soltaron la mano. Alfaro nunca le había tomado la mano al plantel que administraba. Es cierto, ganaba más de lo que perdía. Pero su concepto no se advertía. Y en los partidos decisivos ante River quedó en evidencia. Incluso en el 0-0 anterior por la Superliga, en el Monumental, cuando Boca se paró en la cancha revelando que se sentía muy inferior a su rival.

Pareció no tomar conciencia Alfaro de las necesidades que impone Boca. Como si no dispusiera de un plantel a la altura de las exigencias y tuviera que afrontar los compromisos protegiéndose en la más rancia especulación. De allí, no se apartó. No lo visitó al entrenador ninguna inspiración. Sólo precauciones y recetas conservadoras que se terminaron estrellando.

No podían esperarse de este Boca tan despojado como discreto, transformaciones y crecimientos fulminantes. No anticipaba esa reconversión. El equipo no estaba para pegar ningún sartenazo heroico en La Bombonera. Estaba para funcionar en la medida en que Alfaro lo había diseñado. Sin elaboración, sin construcción de un relieve colectivo, sin juego, en definitiva. Así arribó a la semifinal, después de dejar señales muy fuertes de una mediocridad imposible de ocultar.

La naturaleza futbolística de Alfaro es la que mostró en Boca. Y no sorprende. Es lo que hizo siempre en clubes más grandes o en clubes más chicos. Es su credo. El no cambió. Y quizás está bien que no haya cambiado. El problema pueden tenerlo los que aguardaban que realizara lo que nunca realizó. Porque el juego que reivindica es el de la verticalidad sin estaciones intermedias. Es ir a los papeles proponiendo una rutina de pelotazos que desprecian la circulación. Alguien podría inferir que Juan Román Riquelme se salvó de haberlo tenerlo como técnico. Y es verdad. En ese paisaje silvestre y básico, Riquelme vería que la pelota viajaba mucho más por arriba que por abajo. Y su presencia estaría fuera de contexto.

En la lógica irreductible de Alfaro, a Boca lo tiraron al bombo el VAR, los árbitros, algunos sectores de la prensa que lo observan de reojo y todos los estamentos del fútbol nacional e internacional. Una visión y conspiración muy particular pero a la vez muy funcional a aquel perfil de víctima que suele abrazar cuando encuentra adversidades.

La gran ilusión de llevar a Boca a la cumbre ya quedó fuera de los planes originales de Alfaro. El hombre de 57 años que abandonó Huracán y soñó con la gloria, eligió adoptar un aire resignado que no necesita aclaraciones. Lo que vino a ganar no lo ganó. Sabe, porque esto lo saben todos, que de manera inexorable sus tiempos en Boca se le van de las manos. Y que a esta altura no puede hacer nada para reinventarse.

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