El derrumbe futbolístico de Independiente ya adquiere dimensiones imposibles de disimular o relativizar. El equipo que hoy dirige Lucas Pusineri es una lágrima, en sintonía directa con la dirigencia que lidera Hugo Moyano y su hijo Pablo, quien padece de una incontinencia verbal apabullante, lo que lo empuja a decir exabrupto tras exabrupto sin que nadie puede detenerlo.
No es cuestión de adjetivar por adjetivar. O de encontrar palabras que denuncien perfiles dramáticos. Pero la situación de Independiente parece realmente fuera de control. El debilitadísimo plantel con que cuenta Pusineri (es impresionante como fue cambiando su rictus y su expresión desde que conduce al equipo) apenas alcanza a derramar grandes flaquezas técnicas y notables claudicaciones anímicas que se van multiplicando durante los desarrollos de los partidos.
La nueva derrota del pasado lunes por 1-0 ante Huracán, no solo se suma a las cuatro caídas anteriores bajo el ciclo de Pusineri (de 9 partidos, ganó 2, empató 2 y perdió 5), sino que delata la gravedad de una crisis que a esta altura lo precipita a reflexionar sobre su promedio, de cara a la próxima temporada o incluso considerando el inminente comienzo de la Copa de la Superliga.
El problema de Independiente, por supuesto se enfoca en los preocupantes números que lo acompañan (en 22 encuentros del campeonato sumó 26 puntos y acumuló 10 derrotas), pero sobre todo en las pésimas respuestas que viene ofreciendo, dejando al desnudo el desconcierto de la dirigencia para estar a la altura que demandan las actuales circunstancias.
Repetir que Independiente se autoflageló luego de conquistar el 13 de diciembre de 2017 la Copa Sudamericana frente al Flamengo en el estadio Maracaná, es aburrido pero necesario. No es para nada frecuente que un club que logra un título continental haga de inmediato todo lo posible para emprender la tarea de su propia destrucción.
Si el entrenador Ariel Holan fue el comandante de esa penosa travesía, Moyano y compañía terminaron siendo laderos de ese viaje que desembocó en este derrumbe. Porque Independiente construyó esta decadencia. La transferencia de responsabilidades tan habituales en estos casos, culpando a la prensa, a la mala suerte o al rigor inexorable del destino, no son otra cosa que excusas y lamentos que no logran justificar lo evidente.
Un buen equipo de fútbol como había logrado tener Independiente en el 2017, no debería haberse desmantelado con una ligereza imperdonable. Vendieron sin una estrategia política a Tagliafico, Barco, antes Rigoni, después a Meza, Amorebieta, Gigliotti, el Torito Rodríguez, hasta finalizar en el 2020 con las salidas apresuradas y urgentes de Domingo, Pablo Pérez, Figal y Benítez.
La destrucción del equipo fue sistemática. Holan abrió y cerró puertas. Se resignificó en un CEO del club. Un CEO lacrimógeno que empaquetó a distintas audiencias. Y a distintos sectores de la prensa, muy sensibles a su orientación demagógica y manipuladora. El clan Moyano funcionó en la misma dirección. Bancaron a Holan en todas las determinaciones. Y vaciaron el plantel como si cada jugador fuera reemplazable por cualquier otro jugador, en una dinámica que no respetó ni contempló ningún método ni contexto.
La caída del equipo y de las variables económicas del club fueron brutales. Se fue Holan luego del desastre que acunó, llegaron Sebastián Beccacece, luego de manera interina Fernando Berón, hasta que en enero de este año asumió Pusineri, mientras la dirigencia seguía dejando jugadores por el camino con una naturalidad claramente irresponsable.
Las consecuencias están a la vista. El equipo en los últimos dos años fue encontrando algún que otro paliativo, pero en general lo abrumaron las adversidades. Y cayó. Los jugadores que arribaron bajo las conducciones de Holan y Beccacece (salvo excepciones) defraudaron por completo. Por no decir que varios fueron clientes de aplazos a repetición. El caso paradigmático podría encarnarlo el paraguayo Cecilio Domínguez (incorporado bajo la gestión de Holan, a cambio de 6 millones y medio de dólares), un auténtico puntero sin diagonal, desborde, gol, gambeta ni remate. Nada de nada.
Y sucumbió Independiente, como no podía ser de otra manera. Hugo y Pablo Moyano no pueden mirar para otro lado. Hicieron un buen primer mandato. El segundo que comenzó hace dos años se perpetuó en el error. Descapitalizaron a Independiente, se les fue de las manos el fútbol creyendo ser virtuosos en una especialidad que desconocen e ignoran y ahora, mientras la música sigue sonando, quedaron en el medio del baile sin saber bailar.