“Maradona era más habilidoso que Pelé, pero Pelé era más inteligente que Maradona. Pelé no tenía la necesidad de eludir a tres o cuatro rivales para generar una situación de gol. Interpretaba o entendía mejor el juego. Maradona, en cambio, iba a encarar directamente a los tres o cuatro rivales. Los quería pasar y los pasaba hasta por una cuestión de orgullo. Formaba parte de su juego. De su personalidad. Y aunque Pelé era más inteligente que Diego como dije antes, lo que le vi hacer a Diego en Europa no se lo vi hacer a nadie. No me lo contaron. En este sentido, Maradona futbolísticamente es inalcanzable”.
Hace poco más de 14 años, cuando por esos días soñaba con volver a River como entrenador (regresó en enero de 2006), ese crack de todos los tiempos que fue Daniel Alberto Passarella explicaba en tono informal las diferencias que separaban a Pelé de Diego Armando Maradona.
La observación filosa de Passarella toca todas las cuerdas sensibles. Las futbolísticas y las que trascienden al fútbol. Y aunque sostiene que “Pelé entendía mejor el juego que Maradona”, invocó el orgullo de Diego como una bandera que ayuda a mirar todo lo que hizo y todo lo que continúa filtrando en el imaginario colectivo.
Ese orgullo para encarar a tres, cuatro o cinco rivales fue, precisamente, lo que le permitió cincelar aquella obra monumental frente a Inglaterra en México 86. Ese orgullo made in Maradona siempre reivindicado es además lo que los napolitanos le agradecen eternamente en nombre de los antepasados, de los que están presentes y de los que algún día van a llegar para reconocerlo en el altar sacralizado del fútbol.
Cuando Jorge Valdano afirmó hace unos años que “lo de Maradona en términos emocionales es imbatible”, no le abrió un tajo a las definiciones inmortales, pero logró poner de relieve una verdad absoluta en tiempos de verdades relativas.
En el escenario inabarcable del fútbol de ayer, de hoy y de siempre, Maradona expresa una verdad absoluta. Discutible y muy permeable a las críticas rotundas en otros planos de la vida social. Pero indiscutible en la cancha. Esa certeza inapelable transmitida de generación en generación no forma parte de ningún encantamiento. Denuncia una totalidad. La totalidad de Diego jugando al fútbol como una deidad que este miércoles 30 de octubre cumple 59 años, mientras por estos días dirige a Gimnasia y Esgrima La Plata.
La excusa es la de siempre. La que imponen los ritos. Son los aniversarios que sirven como registros palmarios de la perpetuidad. Los de aquel debut en Primera hace 43 años frente a Talleres de Córdoba un 20 de octubre de 1976 cuando apenas tenía 15 años, los golazos infernales en México 86, el pase-gol a Caniggia contra Brasil en Italia 90 después de un arranque extraordinario en mitad de cancha y tantas otras obras memorables que recuerdan y evocan al autor.
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Hace ya varias décadas, el poeta y rockero canadiense Neil Young, planteó en esa majestuosa canción, "Hey Hey my my" (reversionada por Sid Vicious y los hermanos Gallagher, entre otros), una frase existencial demoledora que acompañó al líder de Nirvana, Kurt Cobain, en su carta de despedida el 5 de abril de 1994: “Es mejor quemarse que apagarse lentamente”.
Diego se quemó en la cumbre. Ya estaba quemándose antes de México 86. Y lo siguió haciendo después. Quizás por eso mismo, ya retirado, llegó a comentar algo en broma y bastante en serio: “¿Sabes qué jugador hubiese sido yo si no hubiese tomado cocaína? ¡Qué jugador nos perdimos!”.
La dimensión o magnitud de esa pérdida es imposible medirla. Ni él la puede calibrar, aunque lo haya dicho. Porque pertenece al universo de la ficción. De la fantasía. Del misterio. De esa manera que eligió de quemarse. Antes y después de la gloria. Aún así, tan vulnerable y a la vez tan poderoso, siguió hasta el final sin resignar nada.
La belleza y la eficacia demoledora de su fútbol revelaron, sin dudas, la combinación más perfecta y conmovedora. La del jugador comprometido con el equipo. Que iba a pedir la pelota a setenta metros del arco rival. No esperaba que se la acercaran los compañeros. La iba a buscar en zona defensiva para hacer todo el recorrido.
Basta con apelar a la memoria o a las imágenes de YouTube. Ahí se lo ve a Diego teniendo la pelota en todos los sectores de la cancha: atrás, en el medio, en los laterales, en tres cuartos y en el área adversaria. Ese compromiso monumental con el juego para auxiliar al equipo en cualquier circunstancia y en cualquier escenario también define su altruismo futbolístico. Que es estar donde había que estar. Y que por otra parte nadie le exigía que estuviera.
Aquellos que jugaron con él y aquellos técnicos que lo dirigieron reconocen sin alardes de inteligencia sobreactuada y con palabras simples que Maradona nunca los dejó en banda. Ni estando con un tobillo entregado a los leones, como en Italia 90. Que se haya autodestruido no invalida un espíritu amateur y profesional que nunca le permitió cultivar ninguna rendición, aunque más de uno quiso verlo rendido.
“Me cortaron las piernas”, aseveró en USA 94 después de la sanción de FIFA por el doping encontrado en el 2-1 ante Nigeria, cuando amenazaba con volver a romperla. La frase siempre tan recordada, no fue la metáfora de la estrella caída. Fue el antihéroe que constituido en héroe, vio sus límites. Y los límites que nos terminaron abrazando a todos.
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