Supongamos que usted es un trabajador metalúrgico. Durante muchos años estuvo en una fábrica que, por el contexto del país, cerró. Ahora está desempleado. Una empresa importante lo contrata. Firma un contrato en el que sabe que cobrará más de lo que habitualmente se paga en el mercado, pero el dueño de la firma entiende que usted se lo merece. Que él tiene cómo pagarle el sueldo.
Empieza a trabajar y todo funciona bien. La empresa, cada tanto, se atrasa en los pagos. Pero usted cobra. A veces en cuotas, a veces por adelantado: aunque son desprolijos, la plata está. Un día, el negocio empieza a caerse. Es el contexto, otra vez, y algún gasto equivocado del dueño. Usted lo venía notando: el dueño remodeló los baños, cambió algunas máquinas, puso pisos nuevos. La producción estaba en recesión, pero él siguió apostando en su empresa.
Una mañana, cuando la caída empieza a tener la fuerza de la gravedad, reúne a todos los empleados en el salón de máquinas. Les dice que lamentablemente no hay plata. Que como el negocio está malo no podrá pagar los sueldos del mes. Les pide banca. Que pongan el cuerpo y sigan yendo a trabajar todos los días. Que lleguen a horario. Que se queden después de tiempo si es necesario porque la empresa se saca adelante trabajando. Usted y sus compañeros se miran. Confían. Siguen adelante.
El mes pasa. La cuenta bancaria sigue inmóvil.
Usted tenía ahorros. Los tenía: confía en recuperarlos cuando cobre lo que le deben.
Mientras tanto, hay cambios en la fábrica: paredes pintadas y tres nuevos compañeros.
Una tarde el dueño les hace revivir la tétrica escena: los reúne en el mismo salón, les pide que aguanten porque no hay plata para pagar por segundo mes consecutivo. Avisa que está esperando una inversión que le permitirá poner todo en orden. Pide banca. Otra vez.
Usted le pide plata prestada a su hermana para comprar los útiles escolares de sus hijos.
Como conoce a muchos trabajadores del sector, empieza a hablar con ellos. Algunos están en la misma situación. Se reúne con siete compañeros y encaran al delegado de la empresa para manifestar el hartazgo: le responde que el titular del gremio no es el mejor, pero que siempre dio la cara cuando los trabajadores no cobraron los sueldos. Lo llaman. Lo ponen al tanto. Se compromete a tomar una medida si todo sigue igual.
Al tercer mes la situación es insostenible. A usted no le alcanza ni siquiera para pagar el colectivo. Deciden ir al paro: su empresa, y todas las del rubro —los que cobran y los que no—, dejan de trabajar. La solidaridad es increíble: aunque critiquen a su representante gremial, todos acatan la medida.
La cámara empresarial —los dueños de todas las empresas del rubro— se juntan con el secretario del gremio. Le dicen que la decisión -ir al paro-, lo único que hace es perjudicar a la industria porque si no trabajan no tienen manera de pagarles. Que con la inversión que llegará todo estará en orden, pero que en la espera necesitan que las fábricas continúen funcionando. La cámara, además, juega sucio: le advierte que descontarán los días no trabajados, que irán a contratar trabajadores eventuales. El titular del gremio está firme con la huelga. Responde que es un problema de ellos ver de dónde sacan la plata. Que ellos hicieron inversiones equivocadas, y los trabajadores no tienen la culpa. Básicamente, exige que paguen: hasta que no cobren, los trabajadores no moverán un dedo.
Algunos medios de comunicación, durante el conflicto, acusan a los metalúrgicos y a su representante sindical de vagos. De no querer trabajar. De tirar al país en contra. De llevar adelante un reclamo injusto: como si pedir cobrar por el trabajo fuera una actitud hereje.
Saque metalúrgicos. Ponga futbolistas. Haga el sencillo de trabajo de ponerse en su piel. Piense quién tiene la culpa. Fíjese de qué lado está.
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