Dice la dictadura del calendario que son 75 años los que festeja Rojitas este miércoles 28 de agosto de 2019. Es lo que el folklore de la calle registra como un número redondo. Pero la verdad es que no son relevantes las cifras. Las cifras en muy pocas oportunidades califican y definen lo sustancial.
Rojas es Angel Clemente, aunque el universo del fútbol lo bautizó con ese diminutivo (Rojitas) cargado de afecto apenas debutó en Boca con éxito apabullante aquel domingo 19 de mayo de 1963 frente a Vélez con un 3- 0 a favor que derritió a la Bombonera.
“Yo quise ganarle al viento”, expresó alguna noche con perfume nostálgico ese pibe frágil, menudo y con cierto aire indolente nacido en Avellaneda que apenas apareció en la Primera de Boca con 18 años hechizó a los todos los hinchas, más allá de los colores de la camiseta que vestía.
Y los hechizó porque ese pibe con cara de ángel y silueta de duende hacía lo que no se enseña ni se incorpora: se tiene o no se tiene. Es la magia intransferible del potrero. El arte supremo del engaño. La gambeta indescifrable que no está en ningún libro. El juego de la destreza y el ingenio. La imaginación siempre creativa para encontrar los tiempos y los espacios que a otros se les cierran. El gol que se anuncia y se construye con el encanto del toque sutil, de la pincelada distinta, del pase a la red como lo bautizó el Flaco Menotti, que también es una caricia.
Rojitas tenía todo en un envase que parecía endeble, vulnerable. En un cuerpo que se adivinaba sin la suficiente carrocería para enfrentar a defensores que iban al todo o nada. En un desparpajo y atrevimiento que revelaba la imagen y el perfil clásico y moderno del atorrante que tiene muchas cosas para decir y hacer.
Así fue como la rompió en Boca, salió campeón en el 64, 65, 69 y 70, actuó en 222 partidos, convirtió 79 goles y sobre todo dejó una estela inolvidable que todavía sigue perdurando, aún en los que no pudieron verlo en vivo y en directo ni disfrutarlo en su hora cumbre ni en su momento más glorioso. Pero lo idolatraron. Como René Houseman y Daniel Passarella, por citar a dos grandes admiradores.
Rojitas, quizás como muy pocos intérpretes notables, supo representar la estirpe genuina del jugador hecho a la medida del fútbol argentino. De su origen, de su esencia, de su paladar, de su ideal. Y de los sueños que no tienen propietarios.
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En ese arrabal de tierra, asfalto y casas bajas de Sarandí que también es el suburbio del centro de Avellaneda, jugó en la niñez y adolescencia junto a otras glorias de nuestro fútbol, como Roberto Perfumo, Raúl Emilio Bernao, Osvaldo Mura, Miguel Angel Santoro y cientos de chicos enamorados por una pelota tan mansa, tan imperfecta, tan salvaje. Y quizás tan silvestre como dócil, según la sensibilidad del que la pusiera debajo de la suela.
“Yo jugaba todo el día a la pelota. Desde la mañana hasta la noche. Así aprendí a manejarla, a quererla, a apasionarme. De pibe me enamoré de ella y de grande mucho más”, confesó Rojitas hace unos años explicando lo que no en realidad no precisaba explicarse.
Como tantos otros de su generación o de generaciones posteriores (como por ejemplo, dos monstruos de la talla de Ricardo Bochini y el Beto Alonso), en la Selección nacional no alcanzó a expresar a tiempo completo su gran talento. Y su brillo extraordinario y cautivante no logró proyectarse fronteras afuera de la Argentina , aunque haya hecho una breve escala profesional en el Deportivo Municipal de Perú, después de su partida de Boca.
Esa deuda que no fue suya sino del caos con que se manejaba la Selección hasta que Menotti la instaló como una prioridad a partir del 12 de octubre de 1974, lo privó a Rojitas de trascender con holgura la propia aldea, aunque estuvo en el radar del Real Madrid a mediados de los 60. Pero eran otros tiempos. Y eran otras las expectativas que privilegiaban los dirigentes y los jugadores.
Igual, no importó. Porque estas cosas a esta altura importan poco. Su nombre que parece tener el sello indeleble de una marca registrada, continúa sintetizando la belleza del fútbol de todos los tiempos. La belleza compatible con el rictus de la aventura.
Hoy, con 75 años sobre el lomo, puede confirmarse, sin ninguna duda, que aquel muchacho de barrio con espíritu bohemio al que le gustaba celebrar tanto el día como la noche, conquistó lo que deseaba conquistar: le ganó al viento. Y le ganó sin trampas ni soberbia. Sin versos ni agachadas. Sin demagogia ni oportunismos.
Por eso y por muchas otras cosas que la memoria colectiva incorporó, Rojitas angelizó el fútbol. Y el fútbol, como no podía ser de otra manera, lo angelizó a él.
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