Racing, uno de los equipos más tradicionales del fútbol argentino, acumulaba 13 partidos sin ganar. Contra Estudiantes, el último domingo, no habían jugado mal, pero esta vez tenían un chivo expiatorio para justificar la derrota: el gol en contra de José Luis Gómez. Los jugadores castigaban a ese chico morocho, flaquito –casi escuálido-, al que habían apodado el Mudo porque no le conocían la voz. Andrea Fernández, la coach motivacional que trabajaba en el club, palpó la bronca contra el juvenil. Y aquella semana, en el taller que le daba al plantel, puso a Gómez, el Mudo, al frente de las miradas inquisidoras de sus compañeros.
-Contá quién sos, de dónde venís, con quién vivís, cómo te sentís, cuál es tu sueño- le pidió.
Gómez, con la timidez del chico nuevo de la escuela, habló. Contó quién era, de dónde venía, con quién vivía, cómo se sentía, cuál era su sueño.
La coach, cuando Gómez terminó, miró a todos los jugadores. En el círculo estaban Mauro Camoranesi, campeón del Mundial de Alemania 2006, Sebastián Saja, Fernando Ortíz:
-Levante la mano quién lo quiere, quién lo aprecia, quién lo apoya; quién se quiere sacrificar por él.
Todos los jugadores en la ronda, algunos con lágrimas, levantaron la mano.
Los futbolistas de Santiago del Estero que llegaron a Primera División se repasan en una rápida cuenta mental: René Houseman, campeón en el Mundial '78, y Juan Carlos Cárdenas, ídolo de Racing, son íconos. José Luis Gómez, lateral derecho campeón con Lanús, es de La Banda, una ciudad santiagueña. A Gómez, en el barrio 25 de Mayo, le dicen Pela. Pela es el sexto de los doce hijos que tuvieron José Luis y Liliana: el más grande, José David, tiene 30 años, y el más chico, Axel Emiliano, ocho. De los doce, dos fallecieron durante los partos. El barrio 25 de Mayo es uno de los más humildes de la ciudad. Tiene tres manzanas y cuatro calles tajeadas por pasajes, todos anónimos. El rancho de los Gómez quedaba frente a unos silos de algodón. Entre los silos y la puerta de la casa, había un potrero, un terreno pelado, lleno de yuyos, piedras y tierra. Pela pasaba las tardes de 40 grados jugando al fútbol con los hermanos. Su padre trabajaba como albañil o en el campo, si era temporada de cosecha: se perdía todo el día en la intemperie y cosechaba algodón, cebolla, lechuga, tomate, sandía. Cuando el padre regresaba a la casa, tomaba unos mates con Liliana y armaba el bolso para ir a entrenarse en Central Argentino, un club de la Liga Santiagueña. Liliana atendía junto a sus hijos un pequeño quiosco que tenían en la puerta de la casa.
—La casa la construimos nosotros. Lo hice con sacrificio y lo pude levantar yo con mis propias manos, y todo a base de sacrificio— dice José Luis padre —las manos rugosas, los ojos negros, la tez oscura—, una mañana lluviosa de julio en Avellaneda.
José Luis veía que sus hijos jugaban bien al fútbol, que cualquiera de ellos podría ser futbolista. Pero no podía pagarles una escuelita. Entonces, armó la suya: limpió el descampado de enfrente de su casa, hizo arcos con eucaliptus y, con botellas cortadas para usar como conos, arrancó su propia escuela. Las botellas las juntaban sus hijos: Pela correteaba descalzo las calles del barrio buscando envases vacíos. A los entrenamientos, al principio, iban sus hijos. Después, los amigos de sus hijos. Después, los amigos de los amigos de sus hijos. Al final cincuenta chicos iban todas las tardecitas a jugar al fútbol a la escuelita José Luis Gómez. Nadie pagaba un peso.
Una tarde, Mario Cáceres se acercó a la casa de los Gómez y preguntó por Pela. Vecino del barrio, dirigía una escuelita que se llamaba El Albito. Le dijo al padre que quería llevarlo a entrenarse con él, y se ocuparía de darle lo que le faltaba: el desayuno, la ropa para que pudiera jugar. El padre aceptó.
— Yo veía que era como más profesional, tenía elementos de trabajo que yo no tenía— dice José Luis.
Pela, en El Albito, jugaba de marcador central. Si viajaban a otras provincias para participar en algún torneo, los padres de los demás chicos le costeaban los gastos.
—Era el mejor –cuenta Mario Cáceres por teléfono desde La Banda—. Tenía más condiciones que todos.
Cada vez que terminaban de jugar un partido, los padres de los demás chicos le compraban sanguches de milanesa a Pela. No le compraban uno: le compraban varios. Pela los guardaba en la mochila. Los llevaba a su casa para que sus hermanos pudieran comer.
El padre de Gómez solía sentar a Pela en la mesa del rancho, en el cuarto multifunción: de día era comedor; de noche era dormitorio. Pela lo miraba en silencio, como se aprecia a un rey en una cena protocolar.
—Mirá que jugando al fútbol tenés condiciones, si no vas a tener que andar como tu viejo, en los campos, alzando bolsas de papa— le decía.
Pela tenía rulos y la tez color chocolate. Los huesos se notaban en la piel: no se escondían detrás de la carne.
Boca, uno de los dos clubes más populares del país, encontró a Gómez en La Banda un fin de semana largo del 2005. Lo encontraron porque el padre lo coló en una prueba: buscaban chicos nacidos entre 1990 y 1991, pero Pela, del 10 de septiembre de 1993, participó. Pedro Almada, el captador de Boca, quiso llevarse al morocho y escuálido. Se rehusó cuando descubrió su edad.
-Es un fenómeno, lo vamos a marcar. Pero no lo podemos llevar, es muy chiquito y ustedes son muy mameros- le dijo.
Independiente llegó a La Banda meses más tarde. Se fascinaron con Gómez. Le pidieron al padre que lo llevara a Buenos Aires a hacer pruebas. Allí lo esperaría Alejandro Demicheli, un contacto de Cáceres. Viajaron. Pela, al final, no se quiso quedar en la pensión: no había ningún conocido de Santiago del Estero. Le daba miedo quedarse solo. No quería separarse de su papá.
Es un jueves de julio en el predio de la AFA, en Ezeiza, y los jugadores de la selección olímpica atienden a los medios. Gómez está en la sala de conferencias de prensa, un salón amplio repleto de fotos de Lionel Messi. Viste una campera negra larga hasta las rodillas, una remera roja con un estampado de Adidas —la marca que lo auspicia— imposible de camuflar, chupines de jean, zapatillas blancas, impecables, y un reloj negro grande como una torta de cumpleaños. Aunque Gómez tiene tres entrevistas pactadas, tarda una hora en aparecer: coqueto, se demoró acomodándose la prolija cresta en el pelo, en ponerse un perfume dulce en el cuello. Varios medios lo pidieron porque fue uno de los jugadores más importantes de Lanús, el último campeón del torneo argentino. Lautaro Acosta, compañero suyo en el Granate, lo eligió como el segundo jugador más importante del equipo. Es que Gómez, en la cancha, ataca con la fiereza de un depredador, y marca con la prolijidad de un arquitecto romano.
Está sentado en una banqueta alta. Frente a él, un juego de luces blancas le ilumina la cara; un micrófono se cuela debajo de su campera y la sonrisa —perfecta para cualquier caricaturista— irrumpe en su cara: es enorme, con dos curvas al costado de la boca que aparecen cada vez que siente vergüenza o algo lo divierte. Debe responder un ping-pong de preguntas y respuestas frente a una cámara, y le piden que elija a un equipo del fútbol sudamericano.
Gómez sonríe con esa sonrisa. Junta las manos entre las rodillas, mezcla los nudillos. No dice nada.
—Podés decir Lanús— le dice la periodista para descomprimir.
Pero Gómez no dice Lanús:
—Racing— contesta riéndose.
Gómez debutó en Primera División, en agosto del 2013, en ese club. Pero no fue su primer club en Buenos Aires. Racing no imantó a toda la familia, a los padres y a ocho de sus hermanos, a la gran ciudad. Antes de Racing, después de las pruebas en Boca e Independiente, estuvo en Quilmes.
Gómez eligió Quilmes porque en la pensión vivía Cachito. Cachito también era de La Banda. Gómez, apenas vio a Cachito, le dijo a su papá que se quería quedar ahí. Se despidieron abrazados, llorando.
Los Gómez se vinieron a Buenos Aires dos meses más tarde. Lo decretó el padre: le dijo a Liliana, su mujer, que su hijo tenía una posibilidad en Buenos Aires y que debían acompañarlo. Dejaron el quiosco, el empleo en construcción, los trabajos en el campo y la escuelita de fútbol: invirtieron la plata que estaban ahorrando para comprar una moto y se subieron a un micro hacia Buenos Aires detrás de su mesías. Los primeros dos meses se instalaron en La Lechería, un asentamiento en La Paternal. La casa era un galpón con baño. Pela se mantuvo en la pensión.
—Nos vinimos sin nada. Pero salí a patear y conseguí en construcción. Somos buscas, ¿viste? Si había que salir a buscar el cartón, salíamos a buscar el cartón. No había problema. La cosa era que pasaba el tren y vos te tenías que subir— dice el padre, en Avellaneda, arriba de una camioneta, una Volkswagen Crossfox: su camioneta.
Pela estuvo tres años en Quilmes. En la pensión le decían Cachito o Mudo. Ahí lo pusieron de lateral derecho. El arquero Walter Benítez, compañero suyo en inferiores, lo recuerda como "un 4 buenísimo: pasaba al ataque, salía jugando, ganaba de arriba como si midiera dos metros y medio". Ricardo Kergaravat, coordinador de las inferiores del Cervecero, dice que "siempre fue un 4 brasileño". Néstor Frediani, técnico en la octava división, dice que "se parecía al Negro Ibarra".
Pero un día se fue de Quilmes.
Gómez quedó libre porque empezó a faltar a los entrenamientos. Gómez empezó a faltar a los entrenamientos porque a la salida de la escuela, varias veces, le robaron.
Los Gómez vivían en Villa Lugano, uno de los barrios más precarios de Buenos Aires, cuando Pela, a los quince años, quedó libre. Se anotaron en un plan del Gobierno y les adjudicaron una casa: un tres ambientes en el corazón del barrio. Pela empezó a callejear con los amigos. Volvía de madrugada. Dormía pocas horas, inclusive, cuando jugaba en Quilmes. Sin el fútbol, de día, trabajaba. Descargaba camiones con telas. A veces en Flores, a veces en Once.
—Quería tener mi plata, mis cosas. Quería trabajar de cualquier cosa. Pero mis hermanos, mis viejos y Alejandro me dijeron que no deje. Que tenía un futuro grande, que aprovechara mi oportunidad— dice Gómez, voz pausada, santiagueña.
Alejandro es Demicheli, su representante. Se conocieron cuando Pela llegó de Santiago del Estero.
—A Pela lo trato como un hijo, lo quiero como a un hijo, a veces lo reto como a un hijo, lo entiendo como a un hijo— dice Demicheli, mientras estira el brazo y señala a Gómez, que lo mira en silencio en la silla de enfrente.
Demicheli y los hermanos hicieron el trabajo del psicólogo para convencer a Pela de que debía regresar al fútbol. El padre estaba temporalmente en Santiago del Estero porque su madre —la abuela de Pela— tenía problemas de salud, y no sabía nada de la deserción: si se enteraba que Pela había dejado de jugar, se deprimiría. Le consiguieron una prueba en San Lorenzo. Quedó, entrenaba en el club, pero no podía fichar porque el libro de pases estaba cerrado. El padre, luego de la muerte de su madre, regresó a Buenos Aires. Lo acompañó a San Lorenzo todos los días durante cuatro meses. Pero la foja volvió a cero en el momento en que cambiaron los coordinadores de inferiores. Gómez, nuevamente, quedó libre.
Demicheli se movió rápido y llamó a Antonio Mur, en aquellos tiempos entrenador de las inferiores de Racing.
—Antonio, tengo un lateral derecho que parece brasileño- le dijo.
—¿Para tanto, Alejandro?- le preguntó Mur.
—¿Alguna vez me escuchaste hablar así de algún jugador?
—No, nunca. Traelo mañana y lo vemos.
Un miércoles entrenó en Racing. El jueves volvió. El sábado lo llevaron a jugar un amistoso. El lunes fichó. El padre de Gómez, la madrugada que regresó de trabajar en Coto y se enteró de que su hijo jugaría en Racing, en el equipo que es hincha, lloró. Vio la camiseta en el placard de su casa y lloró.
En el vestuario de Racing también le decían Mudo. En las concentraciones, se sentaba en la mesa con los referentes: compartía las cenas con Mauro Camoranesi, Sebastián Saja, Fernando Ortiz. Ellos lo metieron en la mesa principal. Recién en la tercera concentración le preguntaron con quién vivía.
Gómez, en 2013, seguía viviendo con toda su familia en Lugano. Recién se mudaría sólo a principios de julio del 2016. Lateral derecho titular del campeón del fútbol argentino, compartía dormitorio con sus hermanos. La mudanza fue traumática. El papá se opuso a que su hijo dejara el nido. Le dijo a Demicheli, el representante, que demorase la búsqueda del departamento. Gómez presionaba porque quería irse. El día que se llevó las valijas, lloraron.
—¿Por qué te enojaste cuando se fue de tu casa?
—Porque tengo el miedo ese de que la fama haga un vuelco de 180 grados, y yo no quiero eso, no— dice el padre, sentado en su auto, las manos arrugadas al volante, campera Adidas, pantalón Adidas.
—Pero sabías que su mudanza era un crecimiento para él.
—Sí, obvio, obvio, obvio. Pero tengo mi dolor. El otro día lo conversaba con Alejandro. Vos antes me preguntabas: "¿Cómo está José?", y yo te decía: "Bien, bien", porque lo tenía conmigo. Y ahora me decís: "¿Cómo está José?", y yo te digo: "Creo que bien". No te puedo decir "bien". Yo lo tenía acá. Ahora sale de la esquina de mi casa y no lo puedo saber. Me cuesta aceptar que se fue. Todavía no fui a la casa. Mis hijos sí, yo no.
—¿Por qué no fuiste?
—Porque yo todavía no, no... no caigo. No caigo, no caigo, no caigo. Pero está todo bien porque él va para casa muy seguido.
Todas las tardes, Gómez duerme la siesta, se despierta en su departamento ubicado a tres cuadras de Plaza de Mayo, se sube al auto y maneja hasta Lugano. Hasta noviembre del 2016, el padre no conoce la casa de su hijo.
Gómez, categoría '93, compartió inferiores con Luciano Vietto, Ricardo Centurión, Bruno Zuculini. Ellos son las joyas del club: están en un ploteo enorme en el predio Tita Matiussi, donde entrenan las inferiores de la Academia. No está entre las caras que inspiran a los chicos en Racing. Fue una granada que estalló en otro lado: en San Juan, en Lanús.
—Es un 4 brasileño— dice Fabio Radaelli.
Gómez tiene las condiciones de Junior, Carlos Alberto, Cafú y Dani Alves, los laterales derechos más importantes y talentosos del fútbol de Brasil. Jugadores veloces como chitas y con la precisión para atacar de un esgrimista. Radaelli coordinaba las inferiores de Racing cuando Mur vio por primera vez al 4 que parecía brasileño del que le habló Demicheli. Lo miró jugar y supo que era un proyecto de Selección.
—Tenía las características de un lateral brasileño, que pasaba al ataque constantemente, con una velocidad importante, un juego aéreo increíble— dice Radaelli, por teléfono, desde Santiago de Chile: es ayudante de campo de Martín Palermo en Unión Española.
Pero tenía un problema: estaba cinco kilos por debajo de su peso. De chico, apenas comía una vez por día: al mediodía. Después, hasta la noche, se iba a dormir con el estómago vacío. Gómez —incluso cuando llegó a Primera— iba a entrenar en colectivo y sin desayunar. Algunos días, el padre lo llevaba en un Fiat Siena a las prácticas. Hablaba mucho con Cecilia Contarino, la psicóloga de las inferiores. Le preguntaba qué podía hacer –cómo debía cocinar- para que Pela aumentara de peso.
—Es un chico muy comprometido. Si le decías que tenía que estar a las cuatro de la tarde para ver a la nutricionista, cuatro menos cinco estaba en la puerta del consultorio. Confiaba mucho en nosotros. Y su familia también— dice Contarino.
Radaelli aprovechó un interinato para hacer debutar a Gómez en Primera, en un partido contra Lanús. Gómez atravesó uno de los peores torneos de la historia de Racing: jugó 28 partidos en la temporada 2013/2014, 25 de ellos como titular. Salieron anteúltimos. Llegó Diego Cocca y todo cambió. El técnico, con Iván Pillud –un jugador con más experiencia- nuevamente en el club, ni siquiera lo ponía en las prácticas. Veía irse, como quien mira partir un tren desde el andén, todo lo que había conseguido.
—Me empecé a bajonear. No jugaba, no tenía continuidad. Me sentía incómodo. Después me fue mal en un partido por Copa Argentina, y después de ese partido no concentré más—dice Gómez una tarde de julio, sentado en un café de Puerto Madero. La ropa, otra vez, es impecable: chupines que dejan los tobillos descubiertos y resaltan las zapatillas blancas, campera negra ajustada, el pelo prolijo: una cresta ahogada en gel cae geométricamente hacia la izquierda.
Ese partido: Argentinos Juniors, en la cancha de Huracán, eliminó a Racing de la Copa Argentina 2014. Juan Román Riquelme, esa tarde en Parque Patricios, paseó a Gómez por toda la cancha y convirtió, con un tiro libre magistral, el 1-0 definitivo. Tras ese partido, no volvió a concentrar. En diciembre, Racing salió campeón. Pero estaba deprimido.
—¿En qué pensabas?
—No, en que quería jugar, que quería estar. Me fue mal ese partido. Reconocí que hice las cosas mal—admite.
—En esos días, ¿llamabas a alguien o te lo guardabas para adentro?
—No, soy muy para adentro. Trato de comerme solo la amargura y de no demostrar nada.
—¿Por qué?
—Porque no quería que mi familia se ponga triste.
San Martín de San Juan se interesó por él cuando Cocca lo lanzó al limbo. Se fue a vivir a San Juan. Dejó a Benjamín, su hijo que ahora tiene seis años y cuyo nombre lleva tatuado en su muñeca. Gómez tiene más tatuajes: una P en la cabeza, un tigre en la pierna derecha, un conejo Playboy en la cabeza, un Liliana –por su madre- en el brazo izquierdo, una pelota, un crucifijo en el brazo derecho.
San Martín fue la plataforma de despegue. Por ese campeonato, Lanús y otros seis equipos del fútbol argentino buscaron contratarlo. Almirón lo convenció por teléfono una tarde. Gómez estaba manejando su camioneta. La Crossfox se la regaló a su papá. El Fiat Siena lo usa Juan David, uno de sus hermanos, para trabajar de remisero. Otros tres hermanos trabajan de empleados de limpieza. José Rodrigo, de 14 años, juega en las inferiores de Racing. Por eso, todos los días, el padre de Gómez va en su camioneta al predio Tita Matiussi a ver las prácticas. Y esta mañana lluviosa de julio está sentado en su camioneta, esperando a que acabe el entrenamiento de su otro hijo futbolista.
—Nunca fue fácil, y ahora tampoco lo es. No nos sobra. Recién estamos empezando, conociendo cosas nuevas. Como este coche. Nunca me hubiera imaginado tener tan pronto este coche, tener la posibilidad de darle el otro coche a mi hijo para que vaya a trabajar.
—¿No pensás que se lo tomó como una carga?
—No. Siempre le hice entender que si él llega, el beneficio iba a ser para él, que iba a dejar de sufrir por lo que nosotros hemos pasado. Después, si nos podés dar o no dar, es otro problema. Jamás le dije que tenía que llegar porque nos teníamos que salvar.
Gómez dice que jamás sintió la carga. Lo dice en Puerto Madero, después de una hora y media de charla. Lo dice con un ritmo en el habla inspirado en la siesta santiagueña:
—Sé que se vinieron de Santiago por mí y que yo tenía que hacer buena letra. Por suerte, las cosas que me decían ellos supe valorarlas y aproveché y metí cabeza en el fútbol. Por suerte me fue bien y hoy los puedo ayudar yo a ellos.
—¿Pero es una idea tuya salvar a tu familia?
—Sí, me gustaría sacarlos del lugar donde están, comprarles una casa cuando se pueda. Es lo principal que quiero hacer.
La familia está todo el tiempo, en todo momento, en la cabeza de Gómez. Son el motor que empuja al cuerpo que dejó de ser escuálido y se convirtió en pura fibra.
Es octubre del 2016 y Lanús le gana 2-0 a Godoy Cruz, cuando a Lautaro Acosta le hacen una falta en el área. Román Martínez le cede el penal a Gómez para que patee. Gómez, botines rojos, se para en la línea del área con los brazos en jarra. Hace una carrera al trote y cruza un derechazo fuerte que el arquero alcanza a tocar pero no saca. En el festejo del gol, aparece la sonrisa: esa sonrisa. Sus compañeros lo abrazan como si fuese la mascota del grupo: es su primer gol en Lanús.
Después del fracaso en los Juegos Olímpicos, Gómez se frustró. Pero su nivel en Lanús se mantuvo alto. Equipos de Alemania, Brasil, Portugal y España llamaron a Demicheli pidiéndole cotización por el lateral derecho que preocupa a las defensas rivales. Edgardo Bauza, entrenador de la Selección, admitió que lo sigue de cerca, que piensa en convocarlo. Él, mientras el mundo se le transforma, mantiene la rutina intacta, en un cofre: los mates con su padre, en Lugano. En casa.
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