Esa reciedumbre para jugar que nunca nadie le negó, se contraponía con la calidez que irradiaba cuando charlaba de fútbol y de la vida. Sabía disfrutar Roberto Perfumo esos compromisos sin urgencias. Esa mesa de café larga. Esos whiskies que rebajaba con agua fría para hacerlo más suave.
Es cierto que casi siempre tenía una sonrisa a mano. Transmitía buen humor. Y contagiaba. No se tomaba demasiado en serio. No se la creía que como jugador fue un defensor extraordinario. De esos que ya no hay más. Porque ganaba en nueve de cada diez mano a mano a campo abierto. Lo hizo en Racing, Cruzeiro y River. En la que veía que iba a perder por la velocidad o por los amagues del que lo encaraba, es muy probable que le tirara el camión encima sin sutilezas y lo hiciera dudar. Y si no dudaba, lo surtía. Como lo surtió a Maradona en un River-Argentinos Juniors: "Le pegué con todo en el muslo. Diego tenía una terrible carita de pibe. Me miró desde el suelo y le dije: '¿Qué mirás pendejo de mierda' Diego ya era un monstruo. Si no lo paraba así, me pegaba un zaino infernal".
Le gustaba recordar a Perfumo. Refrescar anécdotas. Porque respiraba fútbol. Aunque no estuviera hablando de fútbol. Pero su presencia, sus gambas tan chuecas, sus palabras buenas y sus puteadas malas para evocar hechos del pasado y circunstancias del presente, le daban el tono exacto al tipo que sabía sacarle el jugo a las piedras a cualquier encuentro informal, incluso con aquellos que no eran del palo del fútbol.
"¿Sabés cómo entiendo yo el fútbol?", se preguntó en los días previos al Mundial de Francia en 1998. La respuesta que nos dio sirve para entender como interpretaba el juego: "Acá no existe esa línea divisoria entre menottismo y bilardismo. ¡Qué menottismo ni bilardismo! Hay otras líneas, que son las más importantes. Es en la que están los valientes de un lado y los grandes cagones del otro. Porque hay que decirlo de una buena vez: el fútbol es atacar. Y los valientes que conozco son Tito Pizzuti, el Pelado Díaz, el Pato Pastoriza, Angelito Labruna, el Flaco Menotti, el Coco Basile... Ahora si esperan que mencione a los cagones que se hacen encima, se van a quedar con las ganas. Lo único que puedo decir es que los cagones son los que viven pendientes de lo que hace el otro equipo. Porque el fútbol, al fin y al cabo, es más que nada una cuestión de actitud".
Siempre le sobró actitud para jugar y sacar chapa de tipo que se la bancaba en una cancha sin acusar debilidades, aunque las tuviera como todo el mundo. Y le faltó perseverancia para ejercer como entrenador. "Los técnicos no son magos. Dependen de los jugadores", sostenía.
Pero más allá de su errática y breve marcha como técnico, su vinculación con el fútbol nunca sufrió interrupciones. La vocación de charlista documentado y sensible a partir de sus experiencias nunca la resignó. Sentía un orgullo bien disimulado por esas experiencias que vivió. Por jugar frente a Franz Beckenbauer, Johan Cruyff, Maradona, Pelé, Rivelino, Jairzinho, entre otros notables. Y compartir un equipo con su admirado Bocha Maschio en aquella locomotora que fue el equipo de José en 1966 y 1967.
Tenía nostalgias Roberto, porque las nostalgias aparecen transitando por la vida. Pero no lo atacaban los viejazos. No planteaba que todo tiempo pasado fue mejor. No idealizaba las décadas del 60 y el 70. Repetía que en el fútbol actual él no iba a tener chances porque los árbitros lo iban a liquidar en diez minutos. Exageraba. Y frenaba su ego con algunas bromas o ironías para dejarlo en posición adelantada. También le gustaba provocar. Por eso afirmaba que aquel Brasil maravilloso que deslumbró en México 70, "salió campeón del mundo jugando de contraataque".
Le recordamos esa observación cuando compartimos una cena en diciembre de 2008 junto a un par de amigos periodistas en la casa del doctor Carlos D'Angelo, fallecido el 16 de febrero de 2015. Defendió su tesis Perfumo. La defendió hasta donde pudo. También defendió el fútbol de Riquelme. Las pausas de Riquelme. Las idas y vueltas de Riquelme. En definitiva, defendía al jugador que mostrara una gran personalidad. Como, por ejemplo, la que tenía Passarella. Aunque su relación con Passarella (ambos fueron los zagueros centrales de River durante tres temporadas) nunca fue un lecho de rosas. Ni tampoco se preocuparon demasiado en abonar ese camino.
El viejo apodo de Mariscal que se ganó vistiendo la camiseta de Racing siempre fue una marca registrada. El Mariscal siempre fue Roberto Perfumo. El dos que barría todo el fondo. El dos que no tenía cara de malo. El dos que aguantaba los contraataques que sufría Racing y ese River que conducía Angel Labruna. El dos que la sacaba limpia. O que la reventaba sin delicadezas. El dos que anticipaba. Y el dos que iba a los cruces poniendo lo que había que poner, sin mezquinar nada. Igual él, con generosidad, admitía una flaqueza: "Cabeceando venía mal. Yo no cabeceaba ni los globos en una fiesta de quince".
Se reía el Mariscal con su propia definición. A los 73 años, ese hombre que nació y jugó de pibe en los baldíos de Sarandí junto a Angel Clemente Rojas, Raúl Emilio Bernao, Miguel Angel Santoro, Osvaldo Mura y Julio y Héctor Grondona, se despidió el jueves 10 de marzo. Quedaron sus recuerdos, sus imágenes, sus palabras. Y su convicción para entender el fútbol y aquellas pequeñas y grandes cosas de la vida.