Esos silencios estratégicos, medios tonos y pausas elaboradas que el ídolo xeneize denunció durante y después de la campaña política en la que terminó desplazando al macrismo de Boca, no fueron otra cosa que un método eficaz e inteligente de promover adhesiones y construir política, más allá del área específica del fútbol.

“La verdad es que cuando Román decidió participar, sabíamos que perdíamos las elecciones, porque es un ídolo y fue determinante. Desde que cerramos las listas sabíamos que era muy difícil. Pero me hago cargo de la derrota porque yo elegí el candidato. Sinceramente no sé si Riquelme iba a estar de nuestro lado. Pero ya pasó, ahora hay nuevas autoridades y el ésta ahí”.

Daniel Angelici, viejo delfín político y judicial de Mauricio Macri, dijo hace unos días lo que cualquiera podría presumir: la presencia de Juan Román Riquelme participando por afuera de lo que en ese momento era el oficialismo, iba a convertirse en la figura excluyente de las elecciones celebradas en Boca el 8 de diciembre de 2019.

Las heridas de ninguna manera menores que le provocó Riquelme al espacio que fundó Macri en Boca hace un cuarto de siglo cuando asumió la presidencia del club el 3 de diciembre de 1995 desplazando a la fórmula liderada por Antonio Alegre y Carlos Heller, siguen abiertas de par en par. O peor aún: continúan profundizándose.

Para ser lo más claro posible: Riquelme pulverizó en su rol de dirigente opositor que acompañó en las elecciones a Jorge Amor Ameal y Mario Pergolini, la fortaleza y logística que había construido Macri en Boca, para luego relanzarse al escenario de la política nacional.

La estatura de Riquelme en el plano político fue subestimada, aunque hoy Angelici reconozca que “fue determinante”. Y resultó en principio subestimada no por lo que podía medir en términos de adhesiones, sino por su origen social que siempre reivindicó, absolutamente distante del perfil clasista que encarna Macrí, Angelici y compañía, más allá de las vulgaridades y patoteadas folklóricas de Juan Carlos Crespi.

Riquelme con más contenidos aplicados a los silencios que a las estridencias exhibicionistas se terminó erigiendo en un rotundo factor de poder con reminiscencias de un outsider consagrado. Un outsider made in Boca que pulverizó la hegemonía del macrismo sin levantar la voz en ninguna circunstancia, con una templanza elogiable.

Ese estilo tan despojado de grandilocuencias, demagogias y oportunismos, promovió que se desatara una corriente de energía imposible de igualar. Quisieron mancharlo, ensuciarlo, mostrarlo como un mercenario consumado y lo único que logró la mediocridad argumentativa de Angelici fue elevarlo aún más.

Esto no significa que consideremos a Riquelme como el santo de la espada. No lo fue nunca. Ni antes ni ahora. No cultiva ideales insuperables, aunque tiene ideales. Pero nunca pareció venderse al mejor postor. Macri lo sabe. Angelici también. Les tocó frecuentarlo a mayor o menor distancia. Y no hubo ida y vuelta. Se midieron siempre como protagonistas antagónicos y muchas veces socios en las relaciones diplomáticas. Y nada más. Decir que la figura de Riquelme les provocaba rechazo y desprecio, se advierte en muchas de las imágenes que compartieron.

Ninguno de ellos le habría dado un vaso de agua en el desierto al otro. Ni Macri y Angelici a Riquelme. Ni Riquelme a Mauricio y Daniel. Convivieron. Y se desconfiaron sin pausas hasta el último día.

Esos silencios estratégicos de Riquelme y en algunas oportunidades sus palabras siempre punzantes y nada inocentes, derrumbaron el bunker de la organización macrista que había colonizado Boca. Entró en escena Román luego de esperar su tiempo y su espacio y en muy pocos meses resignificó la naturaleza de un club que dejó de ser un monumento a la subcultura privatizadora.

A diferencia de Pergolini, quien respira un dogma neoliberal y flexibilizador de las relaciones laborales, Ameal es un presidente pragmático que le da a Boca un color y una orientación política más horizontal. Pero sin Riquelme se habría ahogado a muchísimos kilómetros de la orilla. Fue Riquelme el que marcó la cancha. El dueño de la pelota. Y el propietario sensible de una forma de conducir que identifica a los tiempistas virtuosos.

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