“Garantizamos la seguridad del espectáculo con público de los dos clubes”, dijo la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, después que el presidente de la Nación, Mauricio Macri, alentó la presencia de hinchas visitantes en los dos partidos finales de Boca y River por la Copa Libertadores.
Esas palabras tan apresuradas como urgentes de Bullrich se estrellaron una vez más a la vuelta de la esquina. No existían garantías para organizar el superclásico con hinchas visitantes y ni siquiera para proteger la llegada a destino del micro (bombardeado con objetos contundentes) con la delegación boquense.
Si como reza una vieja hipótesis, el fútbol argentino es un reflejo de las conductas de la sociedad argentina en su conjunto (desde los eslabones más débiles hasta los más influyentes y poderosos), este espejo temible revela la magnitud del disparate.
La dimensión del disparate se expresó en los penosos sucesos que vienen envolviendo los cruces decisivos que determinarán al ganador de la Copa Libertadores 2018. Porque desde que se estableció que Boca y River jugarían la final, el cambalache de declaraciones absurdas que surcaron el ambiente del fútbol argentino planteando que el superclásico iba definir un antes y un después en la vida de millones de personas, dejó en la superficie un nivel de confusión descomunal.
Es cierto, nunca Boca y River jugaron la final de la Libertadores. Y nunca la precariedad para organizar dos partidos fue tan manifiesta, tan brutal y tan despojada de una eficiencia mínima. Esta vez no fue el diluvio de hace dos semanas lo que postergó la realización del partido. Esta vez fueron los piedrazos a un micro casi en una zona liberada lo que provocó el bochorno extendido durante horas y horas, mientras la multitud esperaba una respuesta oficial que llegó tarde, demasiado tarde.
Este River-Boca (como el anterior Boca-River suspendido el sábado 10 de noviembre) le quedó grande al fútbol argentino. Y le quedó también grande a la vapuleada Conmebol. Y por supuesto a los organismos de seguridad, incapaces de brindar precisamente eso: seguridad. Prevaleció, por lejos, el voluntarismo. Y la mediocridad. Por eso todo se asemejó a un gran carrusel de desaciertos. Uno tras otro. Hasta colmar la medida.
El parche en el ojo izquierdo de Pablo Pérez por una lesión ocular a partir del ataque organizado que sufrió el micro que trasladaba a los jugadores de Boca al Monumental, dejó ver intrigas, sospechas, especulaciones y dudas de todo tipo y calibre. Se dudó de la víctima. Y la víctima, por su parte, acercó leña al fuego cuando se instaló que iba a jugar desautorizando a los médicos que lo atendieron en la clínica Otamendi.
¿Servirá para algo en particular el desastre que rodeó a este River-Boca? ¿O solo quedará como una anécdota que registrará la memoria colectiva? Es la final del mundo, repetían los voceros del show mediático para promover el duelo. No se equivocaron. El detalle no menor es que se construyó una final sin fútbol. Una final más disputada en los pasillos que en la cancha.
La nueva cita es este domingo a las 17 en un Monumental que sigue perplejo. ¿Otra invitación a una aventura que nadie puede anticipar? No se sabe. Esta es la única respuesta y la única certeza.
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