En la inminencia del cruce decisivo de la Selección frente a Ecuador aparecen dos escenarios en primer plano: el derrumbe o el alivio. Las exigencias en franco descenso. Los cambios permanentes como agente de desintegración. Mascherano y Messi como únicos sostenes reales de la estructura formal del equipo. La deuda de eficacia que viene persiguiendo a Argentina y asfixiando sus posibilidades.

Que el partido de este martes ante Ecuador va a ser una especie de bisagra para el fútbol argentino, es una posibilidad muy concreta. Quedarse afuera de Rusia 2018 provocaría un derrumbe que no se puede anticipar ni dimensionar. En cambio, clasificar en la última fecha a Rusia 2018 de manera directa o por acceder a un repechaje generaría una sensación muy próxima al alivio. Solo alivio. Pero no despejaría ningún camino.

Ya jugó un repechaje Argentina para lograr el pasaje a Estados Unidos 94. Cayó 5-0 frente a Colombia y tuvo que resolver su participación mundialista en dos cruces contra Australia. Empató allá 1-1 y ganó acá 1-0, cuando Alfio Basile tuvo que ir al pie de Maradona y convocarlo de urgencia después del estruendo de aquella inolvidable goleada en el Monumental que por muy poco no precipitó su salida.

Aquel 5-0 fulminante del 5 de septiembre de 1993 y el posterior repechaje ante Australia marcó a fuego el destino de esa Selección que conducía Basile. Y por supuesto también marcó a Basile, quien nunca logró digerir esa epopeya colombiana con el Pibe Valderrama tocando y descubriendo todos los espacios y todos los misterios.

También estuvo cerca Argentina del colapso en el 2009, cuando Palermo en la penúltima fecha de las Eliminatorias y en la agonía del partido tocó de zurda al arco desnudo de los peruanos y clavó el 2-1, para luego cerrar frente a Uruguay con un 1-0 (gol de Bolatti) y llegar a Sudáfrica 2010 con Maradona de entrenador.

Pero ahora es peor. Argentina es el último subcampeón del mundo, consagrado en Brasil 2014. Un subcampeón del mundo que se está agarrando de las paredes para entrar por la ventana al Mundial.

Si la Selección padecía la ausencia de consagraciones desde aquella lejana Copa América conquistada en 1993 en Ecuador, por estos días los sueños son mucho más modestos y propios de geografías futbolísticas de segundo y tercer orden, como llegar a Rusia 2018 de cualquiera manera.

Bajaron las exigencias de manera notable en el fútbol argentino. Bajaron tanto las exigencias que ya no se pide jugar bien como una plataforma para luego exigir otras cosas valiosas. Se reclama sin pausas y a los gritos que la Selección haga un gol. Aunque sea uno. Y no a Inglaterra, Alemania, Francia o Brasil. No, se reclamó que le hiciera uno a Uruguay, a Venezuela (el que anotó fue en contra), a Perú y dentro de unas horas a Ecuador. Un gol en medio del desierto, considerando que en 17 partidos de Eliminatorias solo convirtió 16 goles, configurando una marca lapidaria que revela la mediocridad de la Selección antes dirigida por Gerardo Martino, después por Edgardo Bauza y ahora por Jorge Sampaoli.

La realidad es que poco a poco la Selección se fue desintegrando. Solo sostuvieron parte de la estructura formal dos jugadores: Javier Mascherano y Lionel Messi. El resto, entraron y salieron. Cambios de protagonistas, cambios de entrenadores, cambios en AFA, cambios de escenarios y un desconcierto que desnaturaliza y quiebra los equilibrios más básicos.

Quedó ahí la Selección. Envuelta por los retazos. Capturada por la desesperación. Y a merced de las pequeñeces. Como creer que jugando en La Bombonera se facilitaría una victoria casi decisiva sobre Perú, según la pobrísima y cortesana interpretación del titular de AFA, Claudio Tapia. No se le ganó a Perú con los latidos arrítmicos de La Bombonera. Y habrá que ganarle a Ecuador en los 2850 metros de altura de Quito.

Para ganar hay que hacer, de mínima, un gol. La persigue a la Selección esta falta de eficacia abrumadora. Con Messi postergando el rol de goleador extraordinario. No es un dato para pasarlo por alto. No es para relativizar esa observación de que Messi con la camiseta argentina juega de asistidor.

No, Messi no puede resignarse a meter pelotas filtradas o profundas para que otros acierten o despilfarren con torpezas que colman la paciencia. Messi tiene que hacer goles. Tiene que resolver él en el área rival.

Tiene que ser el mejor en la zona donde se encienden los partidos. Asistir es una parte. Significativa, pero no la esencial. La esencial es el gol propio. El gol que Messi no puede transferir.

Si se le van a quemar o no los papeles a la Selección en el estadio Atahualpa de Quito, si está más cerca o más lejos del derrumbe que del alivio, en definitiva forma parte de las intrigas que el fútbol de todos los tiempos siempre otorga. De lo que no quedan dudas es que el partido quedará instalado en la memoria. O en el olvido piadoso. Que también es memoria.

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