La memoria, con el paso de los años, me puede traicionar. Pero me podré equivocar por algunos metros, teniendo en cuenta que transcurrieron 50 años de un evento que marcó mi vida. Tendría 7, a lo sumo 8 años. Mi abuela materna, que vivía frente al Colegio Guadalupe al que yo concurría desde el primer grado, tenía una amiga cuyo yerno residía en el mismo edificio que la mamá de mi mamá. Yo solía jugar con sus hijas de vez en cuando, esos juegos infantiles que terminaban conmigo sentado en una sillita y tratando de ponerle la cola a un burro. Cosas de chicos, inocentes, pero que seguramente eran el despertar de un sentimiento que no se podía explicar con palabras. En realidad, y casi secretamente para mis siete años, yo podría decir que estaba enamorado de aquellas niñas. Pero ese no es el tema.
Un día, Edmundo, así se llamaba el yerno de la amiga de mi abuela, que estaba casado con Raquel, que era amiga de Susana Giménez y que un día me llevó a que la conociera para que me ruborizara de pies a cabeza, me tomó de la mano y me dijo que lo acompañara a pasear. Era una soleada mañana en cercanías de la plaza Güemes, esa misma que los psicólogos contemporáneos decidieron rebautizarla como Villa Freud, pero que actualmente volvió a recuperar su nombre debido a que los legos de la mente humana decidieron atender en varios barrios.
En el paseo había que transitar algunas calles. No muchas, pero que se magnifican cuando uno es pequeño. Es más, estábamos a metros de la que era mi casa, en avenida Santa Fe entre Julián Alvarez y Aráoz, sobre la estructura de Juan Boliche, que luego quedara inmortalizado en una popular canción de la década del 70.
Edmundo, hombre de pelo engominado y pelos debajo de su narios, bah, bigotes, me fue hablando de su familia y que iríamos a la casa de unos tíos suyos que vivían sobre la calle Aráoz. Se trataba de una familia que era oriunda de Rosario y que habían vivido unos años en Córdoba a raíz de la enfermedad de su hijo, primo de Edmundo. Padecía de asma y se tuvieron que recluir en las sierras para mejorar la calidad de vida de su hijo, que luego estudió medicina y se destacaba como deportista. Ahora el primo no vivía en la Argentina, sino que se encontraba en un viaje permanente por distintos países de América y que también había vivido en Cuba. Todo inentendible para un mocoso de siete años, que lo único que quería era jugar con sus figuritas y que le prestaba poca atención al monólogo familiar del tal Edmundo.
Me acuerdo parado frente a un caserón. A mis espaldas estaba la vieja terminal de la línea 57 y cerca la Avenida Santa Fe. Barrio de clase media acomodada, como los dueños de la vivienda donde nos estaban esperando y donde Edmundo siempre era bien recibido. Nos abrieron la puerta y lo primero que me impactó fue esa gran fotografía que inmortalizó al primo de Edmundo. Con los años aprendí que la había sacado un fotógrafo cubano llamado Alberto Korda en el año 1960 y que desde el momento de obturar su máquina pasó a convertirse en la imagen más difundida del mundo, de la que jamás percibió un sólo dólar en concepto de derechos de propiedad intelectual.
A mis siete años era un ignoto desconocido, hasta con aspecto de sucio, pero con el paso de los años esa imagen la vi estampada en millones de remeras y hasta en algunos paredones. Era el Che Guevara y eran sus padres quienes me recibieron en su casona de la calle Aráoz, acompañando a mi “amigo” Edmundo, que era su sobrino y primo de quien estaba en un eterno viaje por América Latina.
Entendí que lo habían matado hacía unos días. La conversación era para mí un misterio y no entendía absolutamente nada. Yo estaba maravillado con la cantidad de libros, copas y una pelota de rugby, la pasión del Che en materia de deporte.
Lo único que hacía era seguir las órdenes que me impartía Edmundo Bartelemí, militar por cierto y acostumbrado a dar órdenes en aquellos años de dictadura de Onganía, que había ido a visitar a sus tíos para tratar de llevarles el consuelo por la muerte del Che. Para mí era un paseo más, alejado de la famosa sillita y del juego de tratar de ponerle la cola al burro o escribir con tiza en una pequeña habitación que hacía las veces de primitivo play room. No sé si quería volver a la casa de mi abuela o seguir disfrutando de las antigüedades de aquella descorazonada casona de Barrio Norte o Palermo o quien sabe qué barrio. Me acuerdo que corrieron algunas lágrimas y algún que otro “era su destino y sabía a lo que se atenía”.
Para mi corta edad, y donde nunca había asistido a un velatorio, aunque ya había fallecido mi abuelo materno, eran palabras huecas y no tenían un sentido lógico para un niño. Seguro que para los grandes las tendrían y más en aquellos momentos. Edmundo volvió a tomar mi mano y caminamos las pocas cuadras hasta Paraguay y Medrano en profundo silencio, sin mencionar palabra alguna de lo que había sucedido en la casona de los Guevara Lynch, frente a la terminal de la línea 57.
Pero de lo que más me acuerdo es que Edmundo utilizaba el doble apellido. Dejó de lado el Guevara, no vaya a ser cosa que los militares se enteraran quién era su afamado primo.
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