Mauricio Miranda, comerciante por necesidad, cuenta cómo es vivir del comercio informal en tiempos de Cambiemos. Un accidente, 26 años atrás, lo condicionó para simepre y nadie le ofrece un trabajo formal. Acá, la historia de la persona que se convirtió en manta para subsistir

Como todos los días desde hace once años, Mauricio Miranda se levanta a las 5 de la madrugada, en su Merlo (casi) natal. Pone la pava para tomarse unos mates y prende la tele para ver cómo está el tiempo y, sobre todo, la calle. Desayuna con su mamá, jubilada desde hace ya varios años y con la que comparte el techo, agarra la mercadería y sale. Camina hasta la estación de tren homónima a la localidad en donde vive, se toma el Sarmiento y, trece estaciones después, llega a Once a las 8 de la mañana. Como todos los días desde hace once años.

Pero desde el 10 de enero pasado lo que sigue a esa rutina cambió drásticamente. Ahora Mauricio no vende sobre su manta, en la vereda de Pueyrredón casi esquina Perón. Ahora la manta es él mismo. Y sólo cuando lo dejan.

“Para mí, estoy sin trabajo. Ando escabulléndome de acá para allá como si fuera un ladrón. ¿Y sabés qué duro es eso? Porque en cualquier momento vienen y te sacan lo que es de uno. Yo la mercadería la compro, no me la regala nadie, como piensan muchos”, cuenta sobre su situación actual, luego de que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires lo desalojara a él y a cientos de manteros que ocupaban con sus puestos callejeros distintos espacios públicos de los alrededores de la terminal ferroviaria ubicada en el barrio porteño de Balvanera.

Mauricio vendía “principalmente” bolsos cuando los clientes, en su mayoría pasajeros del Sarmiento, pasaban a comprarle por su lugar de siempre. Y ahora también, sólo que un 80% menos y que es él quien tiene que salir a buscar compradores. Pero antes de los bolsos, vendió de todo. “Le puedo vender hielo a un esquimal”, se jacta.

Así como es mantero por talento, Miranda lo es también por impedimento. La madrugada del 27 de diciembre de 1991, a los 21 años, un Chevrolet 400 lo embistió de frente cuando iba a bordo de su Yamaha 125. La fractura de fémur y tabique, como también el hundimiento de cráneo que sufrió, lo llevaron a estar internado dos meses. Después, a un año de muletas. Y después, a años de renguera que le cerraron decenas de puertas laborales. “Yo antes del accidente trabajaba por mi cuenta como pintor. Después, al verme rengo, la gente no me daba trabajo”, cuenta, al tiempo que muestra una profunda cicatriz que le cruza todo el muslo izquierdo. Rengo pero recuperado, Mauricio desfiló por diferentes empleos, la gran mayoría en negro, hasta que, tras una experiencia como kiosquero, un amigo llegó con una oportunidad: “Un muchacho de cerca de mi casa me preguntó si no quería atender un puesto en Once. Le dije que sí y así fue como llegué acá”.

Como tantos de sus colegas, Mauricio arrancó a vender en la calle por un “regenteador” ilegal, “patrón de vereda” o como se quiera llamarlo: el Aguja. Famoso en la zona, el Aguja le asignó un puesto ubicado en la vía pública y empezó a proveerle mercadería para vender. Todos los días, tras una jornada laboral de doce horas, y vendiera lo que vendiera, pasaba a pagarle un salario fijo. “Acá la antigüedad es lo que vale”, explica Mauricio, cuando se le pregunta por qué el Aguja, y los otros “tres o cuatro” como él de los que tiene conocimiento, puede explotar unos diez puestos de venta de mercadería por la zona. O podía, porque, según cuenta, “ya no vienen más, porque muchos se dedicaron a otra cosa”. Para Mauricio, no hay un accionar mafioso en el establecimiento de este tipo de puestos en el barrio. Incluso da fe de que, desde que empezó a manejarse por su cuenta con su propia manta y mercadería hace cinco años, jamás tuvo que arreglar ni pagarle nada ni a la Policía ni a ningún tipo de autoridad.

Lo que sí pretende pagar son los impuestos del puesto que, como a todos los manteros que como él se censaron tras el desalojo callejero, el Gobierno de la Ciudad prometió concederle en un predio que será destinado para el comercio, a unas cuadras de la estación. Pero, si bien tiene esperanza de que el compromiso sea cumplido, Mauricio guarda cierto escepticismo. “Me dijeron que me iban a mandar a hacer una capacitación, pero todavía estoy esperando que me llamen. También me anoté para el monotributo, pero tampoco me llaman”, cuenta preocupado. Minutos después, y más pesimista todavía, señala: “Para mí que esto es verso. Para mí que esto es mentira, ¡si no nos llaman! Están todos esperando ahí en la plaza (Miserere) a que los llamen. ¿Pero hasta cuándo puedo esperar? Yo no puedo esperar mucho, si a mí no me da laburo nadie. Mientras tanto tengo que seguir vendiendo, sí o sí”.

No obstante, la asignación de un puesto legal lo seduce, a pesar de que, lamenta, seguramente va a vender mucho menos que lo que vendía con su puesto al lado de la estación. “Yo si me dan el puesto voy -asegura-. Sea lo que sea va a ser bajo techo, tenés baño y podés dormir tranquilo porque nadie te va a tocar la mercadería. Sea lo que sea, el puesto sería de uno”. Según Miranda, y más allá de cualquier desventaja o dificultad que pueda acarrear posicionarse en un predio, el anhelo de un puesto legal es algo generalizado entre la gran mayoría de quienes protestaron y resistieron ser corridos de Once. “Todos quieren trabajar en un puesto fijo y que nadie los moleste”, asegura, pero advierte que si el Gobierno no da respuestas rápidas “van a volver a copar las veredas”. “Yo te aseguro que si no hay solución pronto van a volver a cortar las calles. Yo mismo si quiero junto un par y corto. Pero no me va. Yo espero”, dice.

Pero la espera se hace larga. Y difícil. “Ahora que tengo que vender sin un lugar fijo trabajo más horas. Llego a las 8 y me voy a las 6. Eso si no me secuestran la mercadería, porque si me la secuestran no me queda otra que volverme a casa. Y vendo mucho menos. Desde que asumió Macri que vendemos mucho menos. Pero ahora con esta situación, mucho peor. Me siento humillado. A veces siento vergüenza de caminar con mis bolsos, huyendo como rata”, se queja Mauricio, mientras relojea a los inspectores de Espacio Público y policías que controlan la zona.

De todas formas, Miranda tacha los días en el almanaque hasta que llegue marzo, el mes en el que la promesa del Estado porteño sería cumplida. “Si el Gobierno hace algo para solucionarme el problema nunca más me van a ver deambulando por la zona. Quiero que me llamen y me den el puesto de trabajo que prometieron”, insiste. Pero, rápidamente, concluye: “Si no se soluciona el problema me van a seguir viendo por acá. Yo necesito subsistir”. Acto seguido se despide, mira para todos lados y saca de su bolsa de consorcio-escondite sus bolsos. Y vuelve a convertirse en manta.

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