Domingo Faustino Sarmiento fue un político tenaz y fogoso, características coincidentes con las que ejercía para ganar terreno con las mujeres donde con frecuencia obtenía victorias importantes, sobre todo si la presa elegida era una señora casada.

A Sarmiento se le conocen por lo menos tres historias fuertes ligadas a su perfil pasional de un hombre poco agraciado por la naturaleza, pero dueño sin embargo de una capacidad exquisita para cautivar al sexo débil por vía de la palabra.

Eso lo revelan las cartas que han trascendido de las relaciones, algunas de corte escandaloso, que el sanjuanino consumó a lo largo de una vida plena de acción en defensa de sus convicciones, donde el ardor y el coraje fueron sin duda sus principales herramientas.

En 1840, exiliado por segunda vez en Chile, en ese caso por las feroces críticas contra el gobierno de San Juan desde el periódico El Zonda, Sarmiento entabló relación con un matrimonio de la alta sociedad de Valparaíso pero haciendo foco en el componente femenino de la pareja.

Benita Martínez Pastoriza no solo era una mujer atractiva y distinguida sino que también era la esposa del acaudalado hombre de negocios Domingo Castro Calvo, quien duplicaba largamente en años a su cónyuge quien se sintió atraída por el otro Domingo, el argentino.

Un viaje los distanció por espacio de tres años pero al volver a Chile, el padre del aula se encontró que Benita había enviudado y tenía un hijo, casualmente de 3 años, al que Sarmiento adoptó como propio cuando contrajo enlace con la mamá del nene llamado Domingo Fidel, para muchos auténtico vástago del educador.

¿Qué tenía la Petisa?

La relación con Benita, que incluso llegó a ser primera dama cuando Sarmiento accedió a la presidencia en 1868, terminó mal cuando la mujer se enteró que su marido mantenía un romance oculto con Aurelia Vélez Sársfield, una joven que era un torbellino para la época, bella al extremo, y atada a un matrimonio poco feliz con su primo Pedro Ortiz Vélez.

Aunque no se sabe a ciencia cierta, la llegada de Sarmiento había aceleró la decisión de Aurelia de separarse de su esposo e iniciar una relación clandestina que no afectaba demasiado a su padre, Dalmacio Vélez Sársfield, amigo del sanjuanino.

Lo cierta es que la Petisa, como la llamaba, le partió la cabeza a Domingo Faustino que no dejó de pensar en ella ni en la previa de su muerte, acaecida en Asunción, Paraguay, el 11 de setiembre de 1888, cuando poco antes de fallecer le pidió por carta a Aurelia que fuera a visitarlo. La mujer fue, pero llegó tarde: su gran amor había muerto unos días antes.

El tercer capítulo de esta abreviada saga romántica incluye a Ida Wickesham, una estadounidense que literalmente perdió la cabeza por Sarmiento a quien conoció cuando el sanjuanino hizo un viaje al país del norte, donde mantuvo un corto pero intenso idilio con la mujer que jamás lo olvidó.

Ida era la esposa del médico Swayne Wickesman y también caló hondo en los sentimientos de Sarmiento que había ido a Estados Unidos a contratar maestras para que vinieran a enseñar a la Argentina en el marco del plan educador que había pergeñado. Las cartas de uno y otro revelaron la intensidad del vínculo.

Sin embargo, la historia de amor con Ida tras los tórridos encuentros clandestinos en Chicago y Nueva York se iban a reducir al contacto epistolar a distancia, situación que en algún momento llevó a Sarmiento a estar tironeado al mismo tiempo por tres mujeres a la vez: Ida, Aurelia y Benita.

Malhumorado y cascarrabias, Sarmiento escondía también un donjuán nato que más allá de los juicios de la historia y su valor como prócer, fue un seductor enamoradizo y romántico que conquistaba corazones a su antojo. No importaba su escaso atractivo físico para ser deseado. Le bastaba con la pluma y la palabra.

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