Nexo entre dos continentes, Turquía adquiere una relevancia considerable en el plano geopolítico, especialmente por una ubicación territorial que lo percibe como vecino de Siria e Irak, países en los que se atraviesa un conflicto permanente, con una guerra civil en pleno desarrollo y siendo apuntados como el centro neurálgico del Estado Islámico. Y así se convierte en un paso necesario de un gran caudal de refugiados que escapan de Medio Oriente para recalar en Europa. Por eso, cualquier variante en su interior repercute de forma mayúscula, como sucedió con el referéndum que derivó a su forma de gobierno de una pauta parlamentarista a una netamente presidencialista, cediéndole más fuerza a su actual mandatario, Recep Tayyip Erdoğan.
Esa instancia de votación, que selló una mínima diferencia a favor del sí al cambio constitucional -por un 51,4 por ciento sobre un 48,6- le permite al vigente conductor ampliar sus poderes con una serie de ítems que van desde las decisiones puramente ejecutivas a una influencia relevante en el segmento judicial, todo rubricado en el marco de un presente de cierta tensión con la Unión Europea en referencia a la función central que tiene el país euroasiático, la de servir de tapón administrativo a la oleada inmigratoria de oriente a occidente; y también con Estados Unidos, en un entredicho por el envión del presidente Donald Trump para ganar espacio en su lucha frente al ISIS.
Así es como el factor político que se confirma en las urnas le allana el camino a un gobernante que, desde su escalada, siendo Primer Ministro en 2003, expresa con firmeza la intención de darle a Turquía el papel que le corresponde según su consistencia a nivel mundial, desentumeciéndola de otras épocas que se evidenciaba en un segundo a tercer plano.
¿Qué brinda el espaldarazo del referéndum? En principio, rompe la estructura parlamentaria, dando por tierra con la función ministerial que el propio Erdogan ocupó por once años hasta 2014. Y así, como auténtico presidente, absorber atributos vitales como, entre otros, el nombramiento de funcionarios y jueces sin el paso previo por el Congreso, e incluso la disolución del órgano legislativo en caso de necesidad, elementos que, según críticos desde la oposición, consideran como un punto previo para el establecimiento de un auténtico gobierno dictatorial.
Ante ese panorama, Turquía certifica una incertidumbre creciente que la corrobora como el centro de las miradas, más aún si se tiene en cuenta el pasado reciente, ya que hace poco menos de un año hubo un intento de golpe de Estado desde un sector de las fuerzas armadas que falló y que derivó, a pedido del propio mandatario, en la salida a las calles de la población para defender a su gobierno.
¿La razón? En el detrás de escena se especula con un conflicto de intereses de la mano del ida y vuelta habitual que desvela al país históricamente: la religiosidad y el secularismo, aquel expuesto en Erdogan, de tendencia islamista, en principio moderada pero cada vez más fuerte; y el otro encarnado en los altos mandos militares que se señalan como protectores del estado laico nacido en aquella república turca de la década del 20’, post Primera Guerra Mundial que reconfiguró el mapa.
Por eso, tras el ataque fallido, al instante se confeccionó una purga de grandes magnitudes en la entidad castrense, además de una crítica a kilómetros de distancia a Fethullah Gülen, ex aliado y ahora contrincante, al que se lo consideró como ideólogo del golpe de Estado desde su exilio en Estados Unidos.
Ahora bien, ya asentado y con más fuerza, ¿qué le depara al vigente mandatario? Diseñar su juego de alianzas en torno a un mundo convulsionado, a sabiendas de que es un elemento de peso en la Organización del Atlántico Norte (OTAN), como brazo armado que mira hacia Medio Oriente. Así es como sus fichas se disponían, hace tiempo, en la premisa de ingresar como miembro consolidado de la Unión Europea, una entidad supranacional que lo cuenta como opción pero que no termina de absorber.
Esa instancia, actualmente estancada, se da mientras en el Viejo Continente la lucha entre eurófilos y eurofóbicos avanza, siendo la salida de Gran Bretaña con el Brexit la pauta más concreta. Para colmo, previo al referéndum, desde Holanda y Alemania les impidieron a funcionarios turcos viajar para hacer campaña electoral en sus territorios, algo que Erdogan criticó, a tal magnitud de tildar esas actitudes de fascistas.
En paralelo, si la vista se posa en Rusia, dada su relevancia como potencia y su protagonismo en el conflicto en Siria, ubicándose como un respaldo del presidente Bashar Al Assad, el panorama no es menos tenso. Desde hace tiempo que existe una fluidez cada vez más grande entre Moscú y Ankara. Pero el asesinato de Andréi Kárlov, embajador ruso en Turquía, en una exposición de arte a fines del año pasado, a cargo de un policía local fuera de servicio, trastocó los planes. El motivo, puertas afuera, radicó en una respuesta a la intervención de Rusia en la guerra civil siria, y que Erdogan y compañía, puertas adentro, catalogaron como un artilugio para quebrar el acercamiento entre ambos países.
Allí es donde entra en escena Estados Unidos, con un Trump en busca de resaltar sus virtudes armamentísticas y dar por tierra con el terrorismo internacional. Se inmiscuyó en Medio Oriente y lo hace brindando, desde esta semana, artefactos a combatientes kurdos, agrupados bajo las siglas YPG, de las Fuerzas Democráticas Sirias, una amalgama de milicias de varias confesiones y etnias que son el mayor aliado de EEUU en ese campo para erradicar al ISIS. ¿Cuál es el problema? Turquía considera a esas milicias kurdas una extensión del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, bloque que sostiene una insurgencia en el sureste del país desde la década del 80’ y que es declarado un grupo terrorista por Anakara. A grandes rasgos: para combatir en Siria se arma a un grupo que lucha por su independencia en la región.
El combo cuenta, entonces, con una complejidad notable: modificación política de envergadura que le brinda más poder a un solo hombre, más tendiente al conservadurismo religioso, a cargo de un país vital en el tablero global al ser nexo entre dos mundos, uno regado de crisis humanitaria inmerso en una permanente guerra civil, y el otro inmiscuido en un conflicto ideológico en el que la inmigración está en el centro de la escena, fomentándola como un peligro al asociarla con el terrorismo. Turquía, en el medio, más que nunca, es protagonista principal.
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