Hace 50 años estallaba el conflicto bélico entre Israel y un compendio de países árabes cuyas consecuencias llegan hasta el día de hoy, con enfrentamientos que pasaron de territoriales a religiosos, y que no parecen no tener solución

De este lado del mundo, cuando se habla de Medio Oriente, por carácter transitivo lo primero que viene a la mente es conflicto, expuesto siempre en un drama humanitario de enormes magnitudes y corroborado habitualmente con imágenes de lugares destruidos, estallidos de bombas al por mayor y un gran caudal de muertes y heridos. Pues bien, a ese combo hay que sostenerlo con un contexto, que certifica el porqué de la realidad dantesca, con siglos de enfrentamientos por detrás. Dentro de ese historial hay un punto clave que trastocó el mapa y aún hoy se resaltan sus consecuencias. Se trata de la denominada Guerra de los Seis Días, combate que midió las fuerzas de Israel con un compendio de países árabes hace 50 años.

Cinco décadas después, condensados los años de resquemor cotidiano y un profundo resentimiento ideológico, lo que supuso un problema estrictamente territorial derivó en un encono religioso sin solución aparente que actualmente se extendió en toda la región y que encuentra, por caso, su fórmula más compleja en la confección del Estado Islámico, bloque que, a ojos de Occidente, se erige como la principal amenaza terrorista.

En tanto, en paralelo, a un puñado de kilómetros de distancia de esa estructura que halló terreno fértil para su desarrollo en espacios de Irak y Siria, se consolida un estado hebreo que, con la necesidad permanente de jerarquizar su seguridad como principal motor para resguardarse, juega un papel fundamental como enclave de sus principales aliados, entre los que se cuenta, especialmente, Estados Unidos.

Ahora bien, ¿qué ocurrió en aquella guerra que se afrontó entre el 5 y el 10 de junio de 1967 y por qué su trascendencia pasado el tiempo? A grandes rasgos, significó una victoria contundente para Israel en desmedro de una por entonces coalición que tenía como principales exponentes a Egipto y Siria, y que recibió un duro mazazo en el medio de una corriente nacionalista de largo alcance.

LEA MÁS:

Y fue justo en ese lapso, con una ingeniería militar notable, más por su astucia y estrategia que por el armamento, que aquel país tomó las riendas en la zona y se apropió de terrenos que les pertenecían a sus adversarios. Así fue como se adjudicó la península del Sinaí, los Altos del Golán, Cisjordania, la Franja de Gaza, incluida la parte Este de Jerusalén, lugar, este último, que aún hoy sigue en plena disputa y es motivo de controversia.

Fue una proyección de envergadura que fortaleció a una parte y debilitó a la otra, reconfigurando el plano de la región más allá de las posteriores actuaciones de la Organización de las Naciones Unidas, que, si bien frenaron la embestida, no lograron que el esquema volviera al cauce habitual previo a ese conflicto. El parte aguas estaba hecho y las consecuencias se iban a arrastrar a lo largo de medio siglo.

Es que, más allá de las circunstancias que se fueron construyendo en el campo de batalla, a saber: las autoridades de El Cairo, con Gamal Abdel Nasser a la cabeza, inconexas con sus herramientas militares, yendo a una expedición bélica con escasa preparación; o un Damasco más preocupado por la defensa de su espacio que el ataque después del revés de su Fuerza Aérea –a cargo en ese entonces de Hafez el Asad, futuro presidente y padre del actual mandatario que está inmerso en una cruenta guerra civil-; o un Irak lejos de la contienda pese a ser parte de la coalición, evitando males mayores; o un Jordania que, por ser el más débil del esquema, sufrió considerables bajas; o un estado hebreo compacto que tomó la iniciativa, sabedor que no podía estirar mucho la crisis porque no le daban las fuerzas…

Lo concreto es que la relevancia se estipuló con el correr de los meses, en principio, y luego años. ¿Por qué? Israel, con el triunfo categórico, multiplicó su campo de acción, en contraposición a los otros países que menguaron su fuerza, especialmente Egipto, hasta ese entonces una potencia militar en Medio Oriente. Pero esa situación de crecimiento territorial trastocó la visión internacional que se tenía sobre su figura, más tendiente a la simpatía desde su creación en 1948, por un lado por ser minúsculo y rodeado de un compendio de naciones árabes, disgustadas con su surgimiento, y también, por supuesto, por el sentimiento de culpa generalizado que se consolidó, en especial en Europa, por el holocausto que se desarrolló durante la Segunda Guerra Mundial. 20 años después, era el propio Israel el que, a fuerza militar, con la excusa de la defensa, ganó espacio, colonizando el campo.

Así es como, tras las deliberaciones del Consejo de Seguridad, el 22 de noviembre de 1967 la ONU selló la resolución 242, pieza clave que siguió en discusión ya entrado el siglo XXI. ¿Qué decía? Israel tenía que retirarse de los territorios que ocupó durante el conflicto y volver a las fronteras del día anterior al 5 de junio, lo que se conocía como la “Línea verde”, diagrama establecido en 1949 post escaramuzas después del nacimiento del estado judío. Cada bando interpretó como le convino a partir, paradójicamente, de las distintas traducciones del artículo, y por eso se hizo caso omiso y recién los hebreos se fueron desprendiendo de esos terrenos en distintas etapas, teniendo todavía en la palestra a un sector de Jerusalén bajo su mando, algo que magnificó el drama con Palestina.

Allí surge a la vista el otro elemento que hizo de la Guerra de los seis días un problema aún vigente. Ese puñado de días negativos para el entramado árabe le dio a entender a los refugiados palestinos que estaba exclusivamente en sus manos la oportunidad de retornar al lugar que los cobijó durante mucho tiempo antes de la llegada de Israel, previo al argumento bíblico de esa tierra prometida que puso en consideración el movimiento sionista.

LEA MÁS:

De hecho, ya en 1964 se había creado la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), brazo político que contó en su momento con el aval del resto de los países árabes, entendiendo que esa estructura era la representante legítima de los palestinos. Sin embargo, no contaba con la fuerza necesaria como para actuar, y delegó esa responsabilidad en sus aliados. Pero tres años después el saldo no fue el esperado, más bien todo lo contrario, perdiendo más espacio aún en la ciudad sagrada.

¿Y entonces? Los líderes de esa grilla hicieron cuentas: lo sucedido en 1967 se suma a los golpes a la autoestima dados entre 1948 y 1949, cuando Israel defendió su espacio con solvencia más allá de la bronca de sus vecinos; e incluso al sellado en 1956, en plena crisis del Canal de Suez, cuando Egipto nacionalizó ese camino comercial vital entre Oriente y Occidente y derivó en un conflicto con Gran Bretaña y Francia –artífices del negocio que se terminaba con esa maniobra de Nasser-, que utilizaron al estado hebreo como elemento para darle una lección al país africano.

Entonces apelaron a la creatividad y, envalentonados por distintos movimientos en el Tercer Mundo, con la Revolución Cubana y el Frente de Liberación Nacional en Argelia como eslabones, tomaron las riendas de lo que consideraban su destino, el regreso a su casa tal cual la conocían. Buscaron, con la violencia, ser reconocidos, gracias a los aires del momento. Era, a fin de cuentas, una manera de hacerle notar a los países árabes que ya no confiaban en ellos y apelaban a la denominada “resistencia palestina”.

Esa idea se corroboró, más todavía, cuando Egipto y Siria, volviendo a escena poco tiempo después, jugaron su propio juego, ya sin esa premisa de liberación como pauta principal. Fue en 1973, en la renombrada Guerra del Iom Kipur, cuando, otra vez en alianza, fueron en pos de la recuperación de sus territorios, aquellos perdidos seis años antes.

Por caso, El Cairo, en ese instante al mando del presidente Anwar Sadat, sucesor de Nasser, avanzó y tomó posesión de la península del Sinaí. Y allí se quedó, siendo considerada la situación, años más tarde, como una traición, no sólo por eso sino, fundamentalmente, porque en los acuerdos de paz posteriores Egipto fue el primer país árabe en reconocer formalmente al Estado de Israel, algo que aquel mandatario pagó con su vida. Las razones para la decisión fueron netamente económicas, buscando un giro hacia Estados Unidos y despegándose de la URSS, pues, claro está, el drama en Medio Oriente no escapó a la Guerra Fría y el tire y afloje entre las superpotencias.

Desde ese entonces, y hasta hoy, el tándem contrapuesto dejó de ser Israel-Países Árabes. Más bien se convirtió en Israel-Palestina, un drama humanitario que tuvo varios capítulos y que parecen repetir la historia cada determinada cantidad de años.

¿Dónde está la explicación? El núcleo del conflicto, siempre con algún tinte sagrado dada la historia durante siglos, nunca impidió que musulmanes y judíos, moderados ambos, convivieran, especialmente en Jerusalén, tierra trascendental para ambas religiones monoteístas. Pero aquella partición del protectorado británico en 1948, como herramienta para confeccionar dos estados paralelos en un mismo espacio, cambió la lógica. Y la guerra de 1967 encendió más la mecha, a sabiendas del drama de un gran caudal de refugiados palestinos que se multiplicaron tras el avance israelí en junio de ese año, cuando resaltaron los asentamientos judíos, que actualmente son moneda corriente como justificación para ganar espacio.

De ese germen territorial se pasó a uno plenamente ideológico, con la religión como base para anular al otro, siendo esto argumento para los políticos de turno. En ese sentido, no extrañó que la derecha gane lugar en Israel, en reemplazo del esquema laborista que había sido la clave para la creación del Estado. Y que su premisa sea la consolidación de aquellos asentamientos en Cisjordania y la Franja de Gaza, con Ariel Sharon como principal eslabón, como ministro de Defensa primero –teniendo una relevancia en la invasión al Líbano en 1982, donde dio vía libre a ataques a campamentos palestinos en Sabra y Chatila- y después como Primer Ministro, ya en este siglo.

Y, por su parte, desde Palestina sumó adeptos en los 80’ y 90’ Hamas, el Movimiento de Resistencia Islámico, tendiente a los Hermanos Musulmanes, más fervientes que la OLP, esa que había tenido como pieza trascendental a Iasser Arafat. Ese organismo nuevo se fortaleció en las denominadas Intifadas, dos dramas que se erigieron como respuesta, desde la inferioridad numérica y organizativa, a un Israel que ocupaba su espacio como gigante.

La crisis, así el panorama, encuentra altos y bajos, pero no una respuesta positiva que sentencie la paz, más allá de cualquier palabra que intente exponer el líder de turno desde Occidente, tal el caso último de Donald Trump en su visita a la región en los últimos días.

El Acuerdo de Oslo, que vio nacer a la Autoridad Nacional Palestina en 1993, fue un intento que se desvaneció con el correr de los años, algo que se repitió después y que había tenido su precedente en Camp David en 1978. Es que siempre se topó con la misma lógica: la de un conflicto que no ve una solución aparente y que robusteció sus fundamentos de 1967 a hoy, un hoy que certifica a Medio Oriente como un polvorín, con la religión como aliada, de la mano del Estado Islámico y de la guerra civil en Siria. Pero que encuentra, cada tanto, el meollo de la cuestión en el drama entre Israel y Palestina, con su realidad dantesca y las imágenes de lugares destruidos, estallidos de bombas al por mayor y un gran caudal de muertes y heridos.

Contacto

Registro ISSN - Propiedad Intelectual: Nº: RL-2025-11499155-APN-DNDA#MJ - Domicilio Legal: Intendente Beguiristain 146 - Sarandí (1872) - Buenos Aires - Argentina Teléfono/Fax: (+5411) 4204-3161/9513 - [email protected]

Edición Nro. 15739

 

Dirección

Propietario: Man Press S.A. - Director: Francisco Nicolás Fascetto © 2017 Copyright Diario Popular - Todos los derechos reservados