El atentado en Egipto que dejó un tendal de muertos en una mezquita es, hasta el momento, el último eslabón de una serie de ataques que ya son costumbre en Medio Oriente, una zona de conflicto permanente que se vislumbra, a los ojos de Occidente, como un auténtico polvorín. Sin embargo, cada accionar que expone en público una cifra sideral de víctimas, en mayor o menor medida, cuenta con un detrás de escena, un trasfondo en el que se posan protagonistas de peso, envalentonados en busca de resaltar su poder. Se trata de Arabia Saudita e Irán, dos países de envergadura que se observan como jugadores delante de un tablero de ajedrez en el que mueven sus piezas en pos de debilitar al otro.
El problema no es actual, ya que data desde fines de la década del ‘70, cuando el territorio persa le gritó al mundo su revolución. Allí abrió un camino en el que quiso corroborar su fuerza, desafiando a una estructura saudí que se erigía en ese instante como la figura central indiscutida, especialmente a partir de poseer a La Meca y Medina, dos de los espacios sagrados del Islam. Pero 2017 avanza con un derrotero tal que podría decantar en un drama de relevancia, por lo que la incertidumbre es total.
Las circunstancias indican que hay distintas ubicaciones dentro del mapa en las cuales tanto el reino por un lado, como la república teocrática por el otro, imponen sus condiciones y perfilan sus alfiles para conseguir el objetivo específico.
¿Cuáles son las claves del enfrentamiento? Varias. Primero, el plano religioso: mientras uno es eminentemente sunita, el otro es chiita, generando un encontronazo entre las dos ramas de mayor fortaleza en el islamismo. El segundo, político: distribuyen sus relaciones con los vecinos según conveniencia. Tercero, el obvio peso económico: la fibra sensible que significa el petróleo, principal recurso a explotar.
Ahora bien, lo que hizo reforzar la creencia en un conflicto de grandes dimensiones fue el planteo de los mandos de ambos contrincantes en las diferentes crisis en los países aledaños, siendo el último, por el momento, Líbano, donde a principios de mes renunció Saad Hariri, su primer ministro. Lo hizo desde Arabia Saudita, país al que se considera el precursor de esa medida, con la firme intención de desestabilizar a un gobierno que cuenta cada vez con más notoriedad, por su jerarquía política y militar, a la organización Hezbolá, de lazos con los iraníes. Por lo pronto, esta semana, a la vuelta a su terruño, el mandatario optó por rever la intención y posponer su salida, aunque el daño ya está a la vista y las incógnitas se posan en el centro de la escena.
Otro sector de importancia es Yemen, espacio de la península arábiga, lindero con el reino, desde donde se lanzó un misil recientemente hacia el aeropuerto de Riad, aunque fue interceptado y destruido a tiempo. Según los saudíes, los autores materiales fueron los grupos rebeldes houti, que son preferencialmente chiitas y de vínculos con los persas. Así es como se decidió por cerrar las fronteras para evitar una escalada mayor del problema. Todo, en medio de un drama humanitario de proporciones al otro lado del cerco, con guerra civil en proceso hace dos años, en la que, justamente, Arabia apoya al gobierno central y los iraníes a los opositores.
Y si de guerra civil se habla, la estelar es la sostenida desde 2011 en Siria, situación que propició el nacimiento de ISIS. Desde un primer momento, en ese terreno, el presidente Bashar al Asad contó con el aval iraní. Entre las razones, no sólo está la prioridad de la estabilidad regional, sino más bien la intención de resguardar el tránsito fluido, por ahí, del armamento hacia Hezbolá. En ese sentido, proporcionó combatientes para tratar de derribar a los rebeldes, quienes, a su vez, fueron financiados por los saudíes.
Ese conflicto adquirió ribetes internacionales, ya que cuenta con la participación de las principales potenciales del planeta. Por caso, esta semana Vladimir Putin fue anfitrión en Sochi de una reunión tripartita fundamental, con la idea concreta de avanzar en la paz duradera en Siria, a sabiendas de la desarticulación progresiva de ISIS. ¿Los otros protagonistas? Sus pares de Turquía, un enclave vital por su peso de ser la frontera a Europa, e Irán, que juega fuerte en la contienda.
Por lo pronto, ese quiebre del Estado Islámico al que se hace referencia sentencia que se trasladen sus miembros, inmiscuyéndose, por ejemplo, en África. De allí se desprende, con una de sus células, el ataque en la Península del Sinaí del viernes, que expuso las falencias de seguridad en Egipto e incluso generó preocupación en un vecino de importancia: Israel.
¿Qué papel juega, a todo esto, el Estado hebreo? Vital, a tal magnitud que se especula con una alianza solapada con Arabia Saudita, en otra época algo imposible. Las razones radican en evitar un crecimiento exponencial de Irán. Y la herramienta, la ligazón trascendental con Estados Unidos y Donald Trump a la cabeza, que mientras firmó convenios con los saudíes para brindar tecnología en armamento de última generación, apeló a las sanciones a los persas para evitar que prospere el acuerdo nuclear.
Todo ese itinerario indica que cada suceso en la zona reviste un escenario en el que tanto una como otra nación grande aporta sus fichas, las mueve en el tablero y genera una incertidumbre completa que hace peligrar la estabilidad de un Medio Oriente que, de por sí, ya es un auténtico polvorín.
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