Han pasado 100 días desde que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, asumió al frente de la Casa Blanca y el primer balance preocupa tanto a oficialistas como opositores. Con un 40 por ciento de aprobación, la Administración enfrenta acusaciones de distintos sectores que marcan con puño de hierro cada una de las promesas incumplidas y los objetivos que no fueron alcanzados. En algo más de tres meses, el millonario neoyorquino conoció la dureza del Congreso, la resistencia del mercado y la cara más hostil de los medios masivos de comunicación.
El equipo rival es cada vez más numeroso, de eso no hay dudas. Si cuando asumió la presidencia tenía a un gran sector de la sociedad civil horrorizado con sus propuestas gubernamentales, ahora suma a los desencantados, un segmento de sus votantes que no esperaba perder tan rápidamente. ¿Pero qué es lo que alejó a gran parte de sus partidarios en tan sólo cien días? Otra vez, la irrealidad de sus propuestas vuelve a estar sobre el tapete de la nación más poderosa.
Fronteras adentro, la inmensidad de lo que representa Estados Unidos se manifestó con dureza en estos tres meses para la Administración. Mientras que gran parte del electorado le reclama un proyecto real y coherente, las fuerzas determinantes del país se abroquelan para negociar un programa distinto del que acerca Washington.
“Lo que vamos a hacer es que vamos a echar del país o vamos a encarcelar a todos los que tienen antecedentes criminales, traficantes de drogas, miembros de bandas, probablemente dos millones, podrían ser hasta tres millones. Los vamos a sacar del país. Están aquí ilegalmente”, prometía Trump a mediados de febrero. Sin embargo, no imaginaba que para ello necesitaba una fuerza de más hombres y mejores recursos. El decreto que firmó incluye la contratación de 10.000 nuevos agentes para el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y 5.000 más de la Oficina de Aduanas y Fronteras (CBP).
Pero las medidas de deportación tuvieron un freno casi orgánico de parte del aparato judicial, que interpuso amparos y apelaciones. Así, la idea de detener la llegada de inmigrantes y refugiados de las zonas en conflicto fue rápidamente velada y significó el primer gran traspié de su presidencia.
El siguiente paso fue ajustar la sintonía fina en cuanto a las visas de trabajo. Allí se encontró con el monstruo que mantiene a EEUU conectado: Silicon Valley. Los gigantes de la tecnología afincados al norte de California son los máximos beneficiarios de las los permisos H-1B, los destinados a la mano de obra calificada. Las firmas no se manifestaron en contra de la propuesta “primero contratar a estadounidenses”, pero sí remarcaron que “la pérdida de las visas H-1B será un problema” para la industria. La Administración tomó nota. Cada año, miles de indios, egipcios, latinos y asiáticos se suman a las filas de las principales firmas.
Si bien los fracasos en las medidas migratorias fueron grandes, Trump y su secretario de Seguridad Nacional (DHS), John Nelly, dieron un primer paso para avanzar con las deportaciones de inmigrantes que hayan delinquido. Hace 72 horas lanzaron con apoyo republicano la “Oficina de Enlace para Víctimas de Crímenes por Inmigración” o “VOICE” (voz), acrónimo del inglés “Victims of Immigration Crime Engagement Office”. Esto es lo único que la Administración ha podido celebrar.
“Ya está, lo he retirado”, afirmó Trump la mañana del 25 de marzo. Horas antes, el titular de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, la comunicaba que no había forma de reunir los 216 votos necesarios para que la iniciativa fuera aprobada.
Sin dudas, esta fue la derrota política más grandes de los cien días. Pero, a pesar de que el presidente cargó las tintas contra el aparato demócrata de la Cámara, lo real es que fue una pulseada perdida por las luchas intestinas del mismo Partido Republicano.
Los opositores del mismo bando fueron los que poco a poco fueron comunicándose con sus pares demócratas para garantizarles el no tratamiento de la propuesta. Si bien Ryan intentó negociar, el sector más duro del partido mostró los dientes y le marcó el territorio.
Fue el inicio del “fuego amigo” contra el sector más conservador del partido. Despreciado por el Club For Growth and Heritage, una agrupación que vela por los fondos públicos y se manifiesta en contra de los gastos del Estado, Trump cedió un lugar que por estas horas podría costarle un paro generalizado garantizado por sus mismos correligionarios.
“Veremos que pasa. Si hay una paralización, hay una paralización”, manifestó Trump a la agencia de noticia Reuters. Dado que la administración de Trump transita su primer año (habitualmente se trata el 30 de septiembre), el plazo límite para la presentación de un proyecto que financie a todo el inmenso aparato gubernamental fue extendido hasta el 5 de mayo (caducaba este viernes).
En caso de no llegar a un acuerdo en el Congreso, cientos de miles de empleados estatales de Estados Unidos serían despedidos por plazo indefinido ya que sin acuerdo político en las cámaras, la Reserva Federal de Ingresos Públicos de Estados Unidos no girará ni un dólar al Gobierno.
Sin arreglo, EEUU volvería a vivir una paralización presupuestaria luego de cuatro años, ya que Obama también pagó con desfinanciación el desacuerdo de las cámaras en 2013.
Ahora, todo vuelve a estar en manos de Rayn. Tras el fracaso de sus gestiones para abolir el Obamacare, debe generar consenso en un partido dividido y en una oposición cada vez más unida. Su partido había presentado el miércoles pasado el proyecto de ley para financiar las operaciones gubernamentales en los niveles actuales por una semana más, lo que, finalmente, les dio tiempo para concluir las negociaciones con los demócratas sobre un plan para el resto del año fiscal que finaliza en septiembre.
Como todo outsider, Trump llegó a la escena política cuestionando profundamente los sectores tradicionales de poder. Si bien apuntó duro contra la “casta de Washington”, Wall Street no quedó al margen. Sin embargo, el magnate tuvo que bajar las banderas en las primeras muestras de fuerza del sector financiero y lo hizo con un gesto que provocó un masivo rechazo. El miércoles, el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, anunció una reforma tributaria que llevaría las tasas del 35 por ciento al 15. Si bien la Administración vendió el programa como “la mayor quita de impuestos de la historia” y aseguró que “llegará a todos los sectores productivos”, lo real es que los máximos beneficiarios serán los sectores vinculados con la energía y el capital financiero, del que se prevé una desregulación casi total.
Así, Trump paga caro el apoyo del Rust Belt (“cinturón de óxido”), sector de la industria pesada afincado en el noroeste que le garantizó victoria en estados claves, y el respaldo del sector financiero.
Lejos quedó la imagen del cierre de campaña, donde se demonizaba a Golman Sach por la crisis del 2008. La reconciliación ha sido tan carnal que tanto Mnuchin como el asesor principal, Gary Cohn, y el jefe de estrategias, Steve Bannon, son los tres ex GS.
El otro gran guiño de la reforma tributaria que intentarán aprobar es al sector del carbón y el petróleo, que también han proveído al Presidente de una buena cantidad de asesores.
Sin lograr reactivar la economía, Trump intenta firmar la paz sobre un cheque en blanco con quienes fueran los grandes blancos de sus misiles de campaña.
Un análisis global de los 100 días de gobierno muestra un recorrido hecho a base de decretos (30, más que ningún otro presidente después de la Segunda Guerra Mundial), promesas truncas, pasos atrás en los principios que lo acercaron a la Casa Blanca y una posible paralización de todo el aparato estatal.
Donald Trump fue elegido para gobernar 1.460 días. Con menos de un 10 por ciento de su mandato cumplido, el neoyorquino no da muestras de saber como “hacer a Estados Unidos grande otra vez”.