No es una metáfora. Tampoco la alucinación mística de un ferviente devoto. Ni siquiera una manera exagerada de recordar un favor. A Saúl Macyzsyn, Eva Perón le salvó la vida. Literalmente.
Era el 19 de noviembre de 1948. Saúl tenía 10 años y caminaba por el bajo de San Isidro. Subía la barranca Roque Sáenz Peña, lindera al tren del Bajo (hoy "Tren de la Costa") y un camión que también ascendía por allí se desbarrancó, se subió a la vereda y lo aplastó contra un alambrado.
Ese día, la esposa del presidente Juan Domingo Perón visitaba el hospital de San Isidro, adonde, al borde de la muerte, fue a parar el pequeño Saúl. Al enterarse del accidente y del estado delicado de Saúl, Evita pidió que lo trasladaran al hospital Rawson y que se ocupara de él personalmente el doctor Ricardo Finochietto, una eminencia de la medicina, recordado hoy como el "maestro de la cirugía argentina".
La familia de Saúl -un papá obrero, polaco que no hablaba castellano, y una mamá analfabeta, empleada doméstica- no tenía un peso para costear las intervenciones ni los tratamientos posteriores. Y no tuvo que hacerlo: Evita ordenó que la atención, internación y las operaciones fueran sin cargo hasta la fecha del alta.
Finochietto y su equipo lo salvaron no sólo de la muerte, sino de quedar cuadripléjico. Tuvieron que amputarle el brazo derecho. Estuvo tres años internado.
Un día, mientras descansaba en su cama del Rawson, una enfermera lo despertó, lo peinó, le acomodó unas almohadas detrás de su cabeza y le cambió la frazada. "Me dejaron hecho una pinturita", recuerda ahora, en diálogo con DIARIO POPULAR. Saúl tenía visitas: Evita en persona pasó a saludarlo y a chequear que estaba recibiendo una buena atención. "Me dijo: 'Vos no podés ser obrero como tu papá, porque tenés un bracito solo. Así que tenés que estudiar y capacitarte", dice con la voz que le tiembla por la emoción. Además de enviarle alimentos a su familia, la Fundación Eva Perón costeó los estudios de Saúl.
Después de 17 operaciones, sesiones de kinesiología y cuidados extremos, Saúl pudo comenzar a transitar una vida normal. Culminó sus estudios y hasta hizo un curso de analista en el Instituto de Administración Pública. Esa capacitación le permitió, con los años, comenzar a salir de la pobreza. Conformó una familia (una esposa y tres hijos) y fue contratado por diversas empresas.
"Todo venía bien hasta que se inventó la computadora", dice. Las máquinas y los analistas de sistemas hacían el mismo trabajo que Saúl hacía con sus manos: pero por un menor costo y con mayor rapidez. Cuando se quiso dar cuenta, allá por 1971, quedó desocupado. Sin un brazo y sin trabajo. Difícil.
Los ahorros fueron acabándose y durante siete años vendió todo lo que tenía, excepto su casa. Hacía algunas changuitas, pero nunca un trabajo formal, que pudiera sustentar su vida y la de su familia. Lejos de deprimirse, Saúl decidió que era el momento de hacer un emprendimiento propio. Un kiosquito, algo que le brinde el empleo que otros no querían darle.
Del puestito a la pyme
El problema fundamental para encarar un proyecto propio era el capital. Entonces decidió tomar otra decisión importante: vendió su casa y con una parte de ese dinero, construyó algo chiquito en el fondo de la casa de sus suegros. El resto, lo invirtió en su primer negocio.
Después de un análisis pormenorizado -que hoy se llama marketing-, Saúl y su familia pusieron un puestito de panchos en la terminal de trenes de Retiro. Les fue mal. Bastante mal. Saúl no tenía experiencia en el rubro y eso afectaba la rentabilidad.
"Mi familia se quedó con el puesto y yo me fui a hacer cursos de empresarios, de comida rápida y también me fui a 'hacer las calles' del microcentro", detalla. En síntesis, se recorrió todas las pancherías exitosas y anotó cada detalle, cada consejo, cada dato que pudiera servirle. Y llegó el éxito.
La mujer de Saúl volvió a las tareas del hogar y sus hijos, a estudiar. Había que contratar empleados. Pero no cualquier empleado. "Decidí que iba a contratar gente que no pudiera conseguir trabajo en otro lugar. Decidí contratar discapacitados", cuenta.
Nadie daba un mango por el proyecto de Saúl. Todavía le resuena una dolorosa frase que llegó a sus oídos en ese momento: "¿Quién va a querer comer mirando la desgracia?". No le importó. Apostó.
Hoy, a los 77 años, Saúl no sólo es el dueño de Discapanch, la clásica panchería que visitan cientos de personas por día en la terminal del tren Mitre, de Retiro. También preside la fundación MS (Microemprendimientos Solidarios), que crea empleos para personadas discapacitadas.
La panchería -que tiene otras sucursales- es un ejemplo de integración: allí trabajan no sólo personas con discapacidades ("porque eso sería una discriminación hacia quienes no padecen ninguna discapacidad") sino que tienen su oportunidad laboral las personas que por distintos motivos son excluidos sociales. Vivir en una villa miseria, tener un familiar discapacitado, ser madre soltera puede ser una razón para trabajar allí. Pero, además, hay una condición fundamental: tener ganas de capacitarse y de crecer. "Si no están dispuestos a hacer cursos y a prepararse, no los tomo", dice Saúl.
Todo por Evita
"Esta panchería está hecha en homenaje y agradecimiento a Eva Perón, ella me dio el gran empujón", dice.
Todos los 26 de julio (aniversario de la muerte de Eva), Saúl asiste a una misa y reza por ella. Pero un día le pareció poco agradecimiento para semejante ayuda. "Un día me dije: 'Evita me salvó la vida y yo, qué fácil que la arreglo: voy los días del fallecimiento, le digo 'gracias Evita', rezo, me doy media vuelta y me voy. Y eso no es una forma de agradecer, es muy fácil", expresa. Pensó, entonces, que Eva estaría "contenta desde el cielo" si él hacía con otros lo que ella hizo con él: ayudarlo. Con ese espíritu nació Discapanch, la Fundación y cada paso de la vida de Saúl.
"Evita sigue existiendo en aquellos que seguimos sus ejemplos", asegura y aclara: "Y vos fíjate que yo hablo de ella sin connotación política, yo hablo de ella como persona, ella me enseñó que ser solidario es vital para la convivencia humana". Saúl saca un pañuelo del bolsillo y, con cierto pudor, se seca una lágrima. "Sería muy pretencioso para mí imitar la solidaridad de Evita, pero todo lo que tengo lo puse al servicio de esto", dice y señala con la mirada ese mundillo de laburantes que comen panchos y hamburguesas en el corazón de Retiro, a quienes no les importa ver la desgracia.
El futuro de Discapanch
Hay un presente exitoso del emprendimiento de Saúl: tal como pronosticó aquel estudio de marketing, la venta de comida rápida no podía fallar. Las personas siempre van a querer (y necesitar) comer, y si es a bajo precio, mucho mejor.
Sin embargo, el futuro es algo incierto. Saúl tuvo reuniones con funcionarios de los ministerios de Trabajo y Producción, quienes le adelantaron que la terminal de Retiro será modernizada. Esto significa que a los locales de venta de comida habrá que cambiarles la cara. "Nosotros no tenemos todo el dinero que conlleva comprar máquinas nuevas y elementos modernos, pero me dijeron que van a ayudarme con subsidios", relata. Saúl tiene esperanza de que todo estará bien. Y de que Discapanch pueda seguir siendo fuente de trabajo y de capacitación para quienes más lo necesitan.
"El discapacitado no tiene que tener ayuda social, tiene que sentirse útil y tener un trabajo, valerse por sí mismo", afirma. Cada tanto, a Saúl lo llaman para dar charlas sobre trabajo y discapacidad. Y claro que acepta. "Siento que sirvo, que todavía sirvo", dice.