Lo sabemos y lo experimentamos todos los días: los seres humanos somos seres sociales, que creamos organizaciones que van más allá del propio individuo, desde la familia hasta las comunidades nacionales o globales. Así, surgen grandes ciudades, países como el nuestro con sus constituciones nacionales, parlamentos, presidentes, instituciones, clubes, etc., que a su vez nos conminan a establecer vínculos fugaces o permanentes y adecuarnos a pautas de convivencia.
Y en este contexto mantenemos tradiciones, rituales y celebraciones comunitarias a lo largo de los años. Nos reunimos para festejar nacimientos, para escuchar música, para mirar películas, para disfrutar y pasar el rato, para compartir en comunidad las fiestas. Necesitamos el contacto cara a cara con los demás. Porque los lazos sociales hacen a nuestra supervivencia. Es a través de las relaciones sociales que logramos el sustento y la protección. A su vez, aprendemos gracias a la motivación que se genera en la interacción con el otro.
Por eso, entender las capacidades humanas ligadas con la sociabilidad son claves para conocernos a nosotros mismos. Podemos darnos cuenta de que las otras personas tienen objetivos, intereses y metas propias, que piensan de manera diferente a la nuestra y que sienten y experimentan emociones diversas. Y podemos comparar esa perspectiva con la nuestra. Es decir, somos capaces de inferir los estados mentales de los otros. Se trata de una habilidad universal llamada Teoría de la Mente.
Las investigaciones científicas demuestran que a los 4 años los niños ya han desarrollado esta habilidad de evaluar estados mentales de otros. Además, capacidades de la cognición social como la empatía con otros individuos han sido esenciales evolutivamente. La habilidad de entender los pensamientos y sentimientos de las personas implica la comprensión de su estado mental y su vinculación con procesos afectivos.
Por lo tanto, diversos autores consideran que la Teoría de la Mente puede descomponerse en dos aspectos: los cognitivos y los afectivos. Los primeros aspectos involucran el conocimiento que tenemos sobre los pensamientos de las demás personas y la asunción de que pueden diferir de las propias. Por su parte, la dimensión afectiva abarca la capacidad de comprender los sentimientos ajenos e, inclusive, suponer qué sentiría otro ante determinada situación.
Mañana vamos a reunirnos para celebrar la Nochebuena. Compartir la vida con nuestros afectos, conectarnos con los otros, sentir lo que sienten, comprenderlos y apoyarlos es lo que nos hace humanos. Allí está la clave. Les deseo a todos una Feliz Navidad.