Tras el primer medio año de vida, en los que existe básicamente a través de su madre, el niño va adquiriendo la noción de que es un ser autónomo e independiente de quien le ha dado la vida. Es ahí cuando se abre un poco más hacia el mundo exterior. Y comienza a aprender a vivir.

El segundo semestre constituye una época muy importante en la construcción de la personalidad del niño. Se trata del momento en que el bebé vive experiencias fundamentales, a pesar de que a veces resulten dolorosas. Hacia los 8 meses de edad, el niño se da cuenta de que su madre no es una más entre el resto de personas, que es única y que la prefiere a las demás. Este descubrimiento suscita una ansiedad real, puesto que esta madre insustituible no siempre está con él. Muchas veces, aproximadamente en esa misma época, se apega a un objeto de su elección, que se convierte en "objeto de seguridad". Al mismo tiempo, es capaz de constatar la desaparición de un objeto, así como su reaparición. Lo comprueba repetidamente, por ejemplo, lanzándolo y volviéndolo a coger muchas veces. Así pues, sus relaciones con los demás y con los objetos se modifican; aprende a ser más independiente, más autónomo. La evolución de sus reacciones delante de un espejo revela asimismo cómo poco a poco adquiere conciencia de su individualidad.

Ansiedad del 8º mes
A los 8 meses de edad, el niño vive una transformación afectiva importante. Hasta entonces, podía sonreír a cualquier desconocido que le mostrara interés, sin manifestar ninguna reacción negativa ante el "extraño". A partir de ahora, distingue de forma muy clara entre su madre y los demás. Cuando un desconocido intenta alzarlo en brazos, llora porque tiene miedo. Este miedo es el signo de que su madre se ha convertido en algo muy especial, al que destina todo su amor. Para el bebé, ella es única y la prefiere a cualquier otra persona. A partir de ese momento, asocia cualquier rostro desconocido a la ausencia temporal de su madre mientras que, por el contrario, los rostros conocidos de su padre y de sus hermanos le son todavía más queridos porque los relaciona directamente con la imagen materna.

Cuando deba dejar al bebé, por trabajo o la razón que sea, no dude en explicarle (aunque le parezca muy pequeño para entenderlo) que va a dejarlo con alguien que sabrá cuidar de él. Dígale que pronto va a estar de vuelta. El niño experimenta la ansiedad de la separación pero, cuando ve que su madre vuelve a buscarlo, va comprendiendo que ésta no desaparece y que puede contar con ella y con su amor. Si ya ha mostrado un cariño especial por un objeto, sea el que sea, es conveniente llevar este "objeto inseparable" al jardín de infantes o en su mochila: para el niño, eso significa llevar con él una parte de su hogar.

La figura materna se ha convertido en algo insustituible para el niño, pero no siempre está con él para responder a su llamada. Sus sentimientos hacia ella (también hacia su padre) se vuelven más ambivalentes: marcados a la vez por el amor y por cierta agresividad. Las transformaciones afectivas que vive el niño a lo largo de este período le ayudan a adquirir conciencia de su existencia, independiente de la de su madre, y son indispensables para la construcción de su personalidad. En esta época, el niño comprueba que un mismo objeto, como en este caso su madre, puede ser a la vez fuente de placer y de sufrimiento. Puesto que acaba entendiendo que su madre es distinta de él y que puede estar ausente, aprende poco a poco a consolarse solo y a crearse un universo personal. Es importante que conserve toda la confianza en su madre y que sepa que ésta le querrá siempre.

La madre debe estar disponible y atenta cuando se encuentre con el niño (consejo válido también para el padre). Poco a poco, el bebé se irá tranquilizando al ver que su madre siempre vuelve y que no lo abandona, de modo que aprenderá a soportar la ausencia, a jugar solo y a abrirse más al mundo que lo rodea. Podrá constatar esta evolución si se fija en la actitud del niño cuando lo tiene en brazos: antes tenía tendencia a acurrucarse contra la madre, a hundir la cara contra su pecho y a doblar los brazos contra su cuerpo; ahora, cada vez más, se va incorporando, vuelve la cara al exterior y tiende las manos hacia las cosas o las personas que lo rodean.

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