Este santo, escogido por sus devotos como protector ante las pestes, se alistó en el ejército romano para practicar su religión verdadera ocultamente y convertir al cristianismo a sus camaradas y a cuantos pudiese. Dedicó su vida hasta su martirologio al cristianismo
Según los escritos, era un soldado valiente y muy apuesto que formaba parte de la guardia del palacio imperial. Hijo de padres ricos y nobles, había nacido en Narbona, Francia. El emperador era entonces Diocleciano, un líder romano que no temblaba a la hora de eliminar cristianos. Sin embargo, como Sebastián ocultaba su verdadera intención, dicen que era apreciado por el emperador “porque tenía un aire guerrero y a la vez sumiso”. Así, Diocleciano lo declaró capitán jefe de su guardia personal, y lo distinguió con otros honores. En cuanto Diocleciano supo que Sebastián estaba lejos de apreciar a los dioses paganos, dejó de ser su preferido y pasó a ser el más odiado. Por esta razón la Iglesia Católica lo recuerda como mártir, ya que este “infiltrado catequista” tuvo que padecer los más crueles castigos, hasta morir por no haber querido renegar de su fe. Calma tensa Como explica la Biblioteca Electrónica Cristiana, hacía algunos años que los cristianos de Roma estaban algo tranquilos. Parecía que no se volverían a ver unas persecuciones tan duras como las del tiempo de Nerón y de otros emperadores. Esa temporada de paz fue la que permitió que Sebastián trabajase mucho, como se había propuesto, propagando el cristianismo dentro del ejército y entre muchas personas distinguidas de la gran urbe. Es claro que todo debía realizarlo con prudentísimo secreto. Nadie podía asegurar que la persecución no era posible que estallase de un momento a otro. Así pudo convertir a Cromacio, uno de los principales personajes de Roma; a los dos hermanos Marco y Marcelino; a Zoé, esposa de Nicostrato y señora muy ilustre, que bien pronto sufrió el martirio; y a muchos más, que, después, cuando la persecución se renovó, ofrecieron su sangre. Hacia el año 303, Diocleciano y Máximo emitieron nuevos decretos de persecución general, tomaron el título de augustos y se dividieron el Imperio en oriental y occidental. Oriente fue gobernado por Diocleciano, establecido en Nicomedia, y en Occidente, Maximiano, con residencia en Italia, hizo lo suyo. Pero el martirio de San Sebastián tuvo lugar antes de estar implantada esta reorganización: algunos años antes de terminar el siglo tercero, cuando se iniciaba la persecución, que se limitó al principio casi exclusivamente a los oficiales y soldados del ejército. El soldado cristiano Maximiano influyó en la inmolación de Sebastián. Al enterarse que algunos soldados habían abrazado el cristianismo, los mandó a matar despiadadamente. Sebastián, ayudado por el sacerdote Melquíades, que algunos años más tarde fue Papa, recogió los cuerpos de aquellos, sus compañeros mártires, enterrándolos con gran veneración. Por otro lado, tomó parte en un proceso celebrado contra unos cristianos defendiéndolos animosamente y ganándose el odio de los gobernantes. Sebastián continuaba su labor, convirtiendo más y más número de gentiles, a veces, según expresan sus devotos, con “evidentes milagros”. De todos modos, él podía adivinar que se acercaba su martirio, y por esto comenzó a prepararse con mucha oración y buenas obras, más numerosas que nunca. En efecto, no tardó en ser descubierto y fue llamado por Diocleciano y Maximiliano para que diese cuenta de sus actos.

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